Estoy convencida de que vivimos rodeados de normas y prohibiciones por culpa de nuestras taras, esas que nos dan permiso para fumar rodeados de gente por mucho que les moleste. Las mismas que nos empujan a apretar el pie sobre el acelerador hasta que la aguja señala los doscientos kilómetros por hora. O a reventarle el tímpano a los vecinos con el volumen de nuestra música.

A falta de sentido común y respeto por mi entorno y hacia mí mismo, tiene que existir un ente superior que me castigue. Así de triste.

Y en medio de este panorama desalentador llega una pandemia que nos pone a prueba, a ver por dónde salimos.

Y salimos reguleros, para qué vamos a engañarnos.

Quizás desconozcamos los detalles sobre anticuerpos, linfocitos y demás rollos científicos. Pero poseemos toda la información necesaria: el virus se transmite a través de nuestros pequeños escupitajos cuando una persona está cerca de otra sin mascarilla y también a través de los aerosoles, esas gotitas que se quedan flotando en el aire en lugares cerrados.

Esto no es opinable, está científicamente comprobado. Lo saben los gobernantes y lo saben mis vecinos. Y lo sé yo.

Sobre esta verdad empírica planean las restricciones, esas que intentan controlar nuestro descontrol. Las estatales, las autonómicas, las locales. Un sarao bastante importante.

Aquí ya podemos opinar y, más que informados, andamos bastante confundidos: que si perímetros, para qué sí, para qué no, a qué hora, quién sí, quién no, qué test me hago, cuál es más fiable, no me junto en casas pero sí en la facultad, no voy al pueblo de al lado y me cruzo España sin que nadie compruebe que mis escupitajos están limpios de bicho.

Esto no lo dudo, lo afirmo, porque lo hice el martes: un Madrid-Barcelona, ida y vuelta, sin que nadie comprobara ni mi autorización, ni el resultado de un test que me hice porque me parecía lo razonable, no porque me lo exigieran.

Pasé de una ciudad donde se celebran carnavales en las terrazas cada tarde a otra en la que las calles están vacías, tristes y solas. En la que los barceloneses ven cómo sus negocios se van a pique sin remedio. Y yo paseándome por el Barrio Gótico, echando de menos el jolgorio del lugar en el que nací, sin que nadie comprobara que no ando propagando el bicho a diestro y siniestro. No entiendo nada. De nada.

Al regresar, comenté mi confusión con Eduardo López Collazo, director científico del Idipaz, inmunólogo, coescritor del libro El coronavirus: la última pandemia. ¿Qué se me escapa, Eduardo? ¿La diferencia entre medidas tiene que ver con juegos políticos, con que el carácter madrileño, tan juerguista, es un obstáculo insalvable para tomar medidas más drásticas? ¿Son esas medidas efectivas? Y si lo son, ¿por qué aquí no y allí sí?

Y Eduardo, que no se mete en política, pero sí en polémica si con ello defiende lo correcto, vuelve a los hechos: el virus se propaga cuando vamos sin mascarilla y en lugares cerrados por los aerosoles.

Lo que ya sabíamos. Sí, otra vez.

A partir de ahí, somos mayorcitos. No debería hacer falta que nos impidieran reunirnos durante tres horas en un restaurante, repartiendo escupitajos por doquier. Ni bajarnos la mascarilla para fumar por la calle como si ese fuera un derecho supremo muy superior a los del resto de humanos del planeta. Ni hacer deporte junto a otras personas sin barrera alguna entre su salivilla y la mía, por mucho que sea al aire libre.

Eduardo, como no puede ser de otra manera, aboga por un confinamiento inteligente, ese que se basa en los hechos y en sus consecuencias. Sin más. Sin saber lo que dice Pedro Sánchez, ni Isabel Díaz Ayuso, ni su tía Rita. El que nos indica que pidamos comida para llevar, que nos reunamos con los indispensables, que no pongamos en riesgo nuestra vida o la de otros.

Ya queda menos y la colaboración de muchos significará la libertad de todos. Seamos inteligentes, aunque no nos castiguen.