Las reacciones a la transformación del ministro de Sanidad en candidato a la presidencia de Cataluña me han traído a la memoria aquel chiste de Annie Hall:

Dos señoras mayores conversan en un restaurante: "La comida en este lugar es realmente terrible"; "Sí, y las raciones son muy pequeñas".

Salvador Illa ha sido un gestor terrible, ¡y encima se marcha!

Bromas aparte, el enfado es comprensible. Illa deja el Ministerio en el peor momento de la tercera ola. Incumple su promesa de comparecer en el Parlamento. Deja sin atender las demandas de aumento de restricciones de las comunidades autónomas y el plan de vacunación, por hacer.

Pero lo más innoble ha sido la instrumentalización del Ministerio para su campaña personal. Es evidente que su candidatura no se explica por su buen hacer durante la pandemia, sino porque ha sido líder del prime time durante casi un año, y la fama es el mejor cebo electoral.

Sin embargo, tanta insistencia en el ministro Illa aleja la mirada del candidato, y posible presidente, Salvador Illa. Lo más relevante de esta operación no es el futuro del Ministerio de Sanidad, sino el futuro de Cataluña y, si se confirma el nombramiento de Miquel Iceta como ministro de Política Territorial, el del resto de España.

El constitucionalismo tiene varias fechas para radiografiar el compromiso de los suyos. Por ejemplo, las manifestaciones en Barcelona del 8 y 29 de octubre de 2017.

Los valedores de Illa defienden su compromiso con la Constitución, y niegan su equidistancia alegando que el entonces secretario de Organización del PSC acudió a ambas convocatorias. A la primera a título personal, como insistió en recordar, dado que el partido no acudió como organización.

Pero el retrato de Illa sólo es completo si se atiende a la carta que dirigió a los militantes del PSC días antes de la primera manifestación.

Les animaba a acudir a la manifestación porque "participar es ayudar a hacer de puente y acercar extremos" para luego reprochar al Gobierno de Cataluña y al central su irresponsabilidad, mientras lamentaba que nos abocaban a un callejón sin salida.

Nadie diría que Mariano Rajoy gestionó eficientemente la crisis, pero esta equiparación moral entre quien se obceca en cumplir la ley y quien se obceca en incumplirla es insultante.

La candidatura de Illa se explica, decíamos, por la popularidad que ha adquirido en los últimos meses. Pero sería un grave error considerar que Illa es un significante vacío. Illa encarna el relato del choque de trenes, el de "todos hemos cometido errores", el de un PSC que renunció a disputarle la hegemonía al nacionalismo para disputarle el poder.

Ahora bien, quizá la madurez de una sociedad consista en su capacidad de practicar cierto realismo escéptico. Como escribió Raymond Aron, conviene centrarse en el arte de lo posible, en el oficio del mal menor.

Si el próximo 14 de febrero Salvador Illa se revela como la opción preferente del constitucionalismo catalán, el resto de constitucionalistas deberán aceptarlo y ofrecerse para evitar que el nacionalismo vuelva a gobernar, para alejar el infausto tripartito, y para garantizar que los derechos de los catalanes invisibles se convierten en una prioridad.