Todos los seres humanos somos propensos a obrar según lo que nos dicta la propia conveniencia. Esa inclinación lleva a su vez a otra: la de encontrar argumentos que nos ayuden a dar una justificación a aquello que hicimos porque nos convenía.

Sin embargo, todos los seres humanos reconocemos de forma más o menos espontánea que hacer solamente lo que nos conviene, y agenciarse siempre una razón para avalarlo, es una estrategia poco respetable para andar por la vida, que no sólo deteriora la percepción que los demás tienen de uno, sino que a la larga degrada la propia condición hasta extremos que nadie que desee conservar alguna autoestima debería permitirse.

Sabíamos desde hace tiempo que entre quienes ocupan los muchos cargos públicos disponibles en nuestros gobiernos de distinto nivel (local, provincial, autonómico y nacional) hay una proporción poco deseable de personas cuya mediocridad, a la luz de sus méritos profesionales o académicos, las sitúa por debajo del nivel corriente de cualquier organización.

Es quizá una de las consecuencias más deplorables de nuestro sistema de partidos políticos, cofradías basadas en la adhesión y el servicio al líder (antes se decía cacique) en las que la fidelidad perruna aúpa a insignes indocumentados (e indocumentadas) hasta posiciones que rebasan con mucho su cota de incompetencia.

Los ejemplos son tantos, tan bochornosos y tan sonrojantes que es más piadoso hacerle gracia al lector de recordar alguno.

Ahora hemos descubierto que, además de esta insolvencia relativa a la cualificación para gestionar asuntos, entre quienes ejercen el poder en nuestro nombre abunda de modo alarmante otra forma de mediocridad que según las circunstancias puede llegar a ser todavía más dañina y desmoralizadora.

Teníamos ya más de un indicio de ello, pero ha emergido espectacularmente con ocasión de uno de los empeños cruciales de estos tiempos: la campaña de vacunación en la que ciframos nuestras mayores esperanzas de sobreponernos a la calamidad que desde hace un año nos angustia, nos acorrala y nos estropea el porvenir.

Que la mayor irregularidad de la campaña de vacunación, reiterada una y otra vez, sea que responsables públicos, incluso de Sanidad, se cuelen y se hagan inmunizar antes que ancianos, dependientes y sanitarios de primera fila, es un escándalo que sólo puede propiciarse desde una indigencia ética perturbadora, indicativa de una escala tan mediocre de valores que desborda todas nuestras intuiciones previas al respecto.

Que quienes se permiten esta práctica encuentren además razones para salir a la palestra a justificarse, o para dimitir no porque deban hacerlo, sino porque la gente es muy tiquismiquis, revela la profundidad abisal a la que ha bajado para ellos el listón de la integridad.

Y todo viene de lo que viene: de esa apuesta desvergonzada por la propia conveniencia, que igual sirve para hacerte vacunar y hacer vacunar a los tuyos, quitándole las dosis a quien corre más peligro, como para sostener, si te favorece de cara a unas elecciones, que un tipo que se fugó de un Estado democrático y de derecho y sigue viviendo a cuerpo de rey mientras los suyos gobiernan es lo mismo que los pobres hombres, mujeres y niños que tuvieron que lavarse con agua de mar, muertos de frío, en el campo de la playa de Argelès, para evitar caer en las manos de un dictador que te fusilaba tras farsas de juicio sin defensa.

Escribió el joven Walter Benjamin que la grandeza no es otra cosa que el silencio que sobreviene tras una conversación en la que los hombres se enfrentan a su pasado y reconocen lo que han levantado y destruido.

La mediocridad es también una forma de silencio: ese silencio ominoso que estalla cuando se demuestra que alguien es incapaz de reconocer ya nada.