Ahí estamos. Absortos en las figuras en primer plano. Admirando la profundidad psicológica de los retratos, la posición de los dos personajes, el detalle de la caída de la tela, del minucioso encaje, de las plumas de los sombreros.

De lo que hay en el fondo del cuadro apenas nos percatamos.

Con la mirada fija en el motivo central no nos fijamos en esas figuras minúsculas que van al combate, trepan por la muralla, agonizan en el barro o clavan una lanza en la espalda del enemigo que huye. Y eso que el título de la obra es el de una batalla o la toma de una ciudad.

Lo accesorio se impone a lo principal hasta conseguir que perdamos de vista lo que realmente importa. Que sigamos pendientes de adónde nos lleva la vista. Olvidándonos de que lo crucial está en esas figuritas del fondo del cuadro. Las que nos cuentan la historia que da título a la obra.

Ocaso y muerte de Cataluña, óleo sobre lienzo, autor desconocido.

Y ahí nos reconocemos. Pendientes sólo de hasta qué punto perjudica el retraso de las elecciones en Cataluña al ministro candidato Salvador Illa, de si beneficia al poke bowl independentista o de qué efecto tendrá en las perspectivas del resto de fuerzas políticas.

Como si eso fuese lo importante.

O ya, si le damos otra vuelta, cómo afectará ese retraso electoral a la agenda de Pedro Sánchez, en la que cada hito se hace depender del anterior y de cada jugada se sustancia la siguiente.

Por ejemplo, superado el del 14 de febrero, sin otras elecciones a la vista y una vez saltado el obstáculo de los Presupuestos Generales y sus incómodas negociaciones, todo lo que queda por resolver (como lo del Poder Judicial o las crisis internas del megagobierno) debía de empezar a encauzarse para que Su Persona pudiese tener un poco de tranquilidad. A pesar de la pandemia, de los muertos y de la feroz crisis económica (peccata minuta que diría aquel).     

Nos quedamos con eso y con un debate ciertamente superficial, lo que sólo demuestra hasta qué punto anda averiado nuestro sonar democrático.  

Lo que da título al cuadro, el tema principal, no son los cálculos electorales de los partidos independentistas, las previsiones demoscópicas de Salvador Illa, la posibilidad de un nuevo tripartito ni el estado de relajación de Pedro Sánchez.

Lo importante, como señalaba el ministro de Justicia Juan Carlos Campo hace una semana es que “estamos hablando de democracia, de Estado de derecho y de derechos fundamentales. Por tanto, cuidado con lo que estamos jugando”. 

Cuando se disuelve un Parlamento, siempre se abre un periodo electoral. Siempre. Pero lo que hay ahora mismo en Cataluña es un Parlamento disuelto, un presidente en funciones que pretende perpetuarse en el limbo hasta que las cuentas salgan, y un gobierno sin control. Lo cual, si bien viene siendo práctica habitual desde 2017, queda ahora en mayor evidencia que nunca.   

Pero no sólo eso. No hay motivo para pensar que la situación sanitaria esgrimida para ese retraso electoral no sea la misma o similar el 30 de mayo o en la fecha que consideren los caciques que tomarán la decisión. O que, simplemente, y a falta de la posibilidad de que se acabe definitivamente con la pandemia, no puedan utilizar la misma excusa tantas veces como quieran.

Hacer uso del argumento del retraso de las elecciones gallegas o vascas es una broma. El 5 de abril estaba toda España confinada. Y aunque quizás el aplazamiento mejoró las perspectivas de alguno, el hecho de que por entonces se nos prohibiese salir de casa parece un motivo bastante menos arbitrario que el que se esgrime ahora.

Y en estos momentos, con el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña recibiendo recursos a mansalva, se perpetúa (no sabemos hasta cuándo) ese estado de gato de Schrödinger que ha provocado una convocatoria electoral que, para ser coherentes, debería haberse fijado ad calendas graecas.