Dice Fran que ella está rabiosa porque no tiene poder, pero sin embargo tiene muchas opiniones: eso jode. La llamo Fran, ya a secas, porque después de esta semana es prácticamente mi mejor amiga, aunque ella no me conozca. Es mi aguafiestas de guardia. Mi quisquillosa predilecta. Fran es una militante profesional de la queja, pero no de la queja moderna que es berrido o llanto o eslógan, sino de la queja como forma de arte: su talento es tan inmenso que cada apreciación sobre esto o aquello -sobre este mundo pútrido y absurdo, desajustado y feriante- resulta una pieza gloriosa en sí misma. Es tronchante, la tipa. Scorsese se parte con ella. Y yo también, aunque quién soy yo, aparte de su mejor amiga secreta.

A Fran la he encontrado en Netflix, en el documental Supongamos que Nueva York es una ciudad, pero necesito entregarle todo mi dinero y dejar que viva en mi casa para que lo empape todo de su inteligencia mordaz, corrosivísima, escéptica. Ella avanza mediante la duda. Todo lo cuestiona con su ojo cíclope de genia paseante, errante, callejera. Su gigantesco aspecto de solitaria me desarma, me enternece extrañamente. Siempre estará un poco sola, Fran, me parece, a pesar de tener cientos de amigos y algunos brillantísimos. No porque sea una hembra terriblemente malhumorada, que lo es, sino porque se siente incómoda en el mundo como un órgano mal trasplantado. 

La veo patear las calles con sus Levi’s, sus chaquetas grandes y sus bufandas largas mirando alrededor como si se hubiera perdido -aunque pocos como ella son tan conscientes de cada paso que dan- y parece una auténtica loca, una pirada mágica, una misántropa hermosamente desaliñada que sin embargo suda estilo. Es estilo puro, Fran, lésbica e inexplicable, es reconocible en cualquier parte, como una estampita de la virgen o como la cara de alguien que nos cambió salvajemente la vida.

Fran con Scorsese.

Fran con sus arrugas diminutas, con su dedo levantado cuando se explica -como si fuese a invadir Polonia escuchando a Wagner-, con su dentadura firme y oscurecida, farfullando sobre los taxistas locos y los turistas y los padres que la educaron para convertirse en esposa. Farfullando sobre la trampa del arte, sobre lo detestable que es trabajar -“preferiría tumbarme en un sofá a leer”-, sobre los cerdos de los encargados de los bares que sólo contrataban a mujeres que se acabarían acostando con ellos, por eso ella nunca fue camarera. Opinando sobre el mundo. Mejorando el mundo, en verdad: honrándolo cuando lo opina, aunque lo destroce.

Yo quiero mucho a Fran, porque ella piensa que “lo mejor del talento es que se distribuye de manera aleatoria entre toda la población del mundo, no depende de nada, no se puede comprar, no se puede aprender, no se puede heredar”. Porque sabe que el talento irrita a la gente y porque no teme caer mal cuando le dice la verdad a alguien sobre su pobreza creativa. No está ella para las memeces de los débiles mentales ni para alimentar el ego de los mediocres.

Adoro su manera tajante y aséptica de cortar el rollo, de ser brutalmente honesta sin ser cruel -seca como un hacha, brevemente desoladora-. De decirte, de forma inédita, “tu pelo no está mal, pero para de escribir, no se te da bien”. Ahora que casi nos habíamos tragado la trola de “todos somos especiales; todo el mundo tiene una vocación”, ahora que nos han querido meter por cojones la democratización de la estrella, viene Fran a decirle a los beatitos: mira, no, usted perdone. Ya está bien con la broma.

Es ágil, Fran, es escurridiza y satírica; ella tiene en la lengua la respuesta perfecta, burbujeante y atrevida que tú y yo nos habríamos tirado una tarde entera elaborando para no encontrarla jamás. Es una maravillosa conversadora, es en sí misma una anécdota cerrada, redonda y lo bastante escueta para ser saboreable como un cuento. Y ya sabemos la diferencia entre la novela y el cuento: la primera intenta caerle bien al lector, el segundo no. Es indómito, el cuentito, es como amargo. 

Es una fumadora insobornable, Fran, y sólo existiendo confirma mi vieja teoría de que a la gente realmente sensacional no puedo imaginármela haciendo deporte. Sería una vulgaridad. Digamos que Fran es anarca porque no le tiene respeto a nada excepto a las genialidades ajenas, porque ha entendido que no existe autoridad moral a la que deberle nada. Se descojona de todo. Señala las grietas de todo. Su mirada barre el mundo.

Resulta descacharrante que una mujer tan inspirada como ella sea prácticamente escritora sin obra. Triunfó con dos de sus ensayos pero lleva treinta años sin escribir. Es verdad que no le hace falta, porque Fran sería igualmente escritora aunque no hubiese escrito nunca una sola línea -basta su discurso incansable, fluvial, fresquísimo, su cosa de cronista de las noches y los días de una ciudad esquizofrénica, su forma delirantemente exacta de ordenar las palabras para generar el efecto deseado-. Porque Fran tiene a su alcance las mismas palabras que todos, pero las usa mejor: más insolentemente. Es una escritora oral

Treinta años sin escribir, dicen. ¿Qué ha estado haciendo, Fran, si no es escribir en el aire del mundo: su verdadera plataforma? Aunque si resulta doloroso su bloqueo, su parálisis, su pereza, es porque, como decía Capote, cuando dios le da a uno un don, le entrega también un látigo -y ese látigo es para autoflagelarse-.

Ella.

En el fondo esa es la mayor prueba de su honestidad, de la pureza de su crítica vital y de su queja cosida a la matriz: es tan implacable que sabe que tampoco podrá perdonarse a sí misma y reventará su propio libro, su hipotético libro. Se torpedeará otros treinta años, ya cadáver. Sabe, Fran, que todo es criticable: así lo procuró ella. No hay dioses y no hay altares, gracias a dios. 

La echo ya de menos, a Fran, a esa Matilda grande y de mala hostia que detesta el dinero y ama el jazz, que piensa que si Picasso hubiese tenido que salir de los bares para fumar, lo mismo el colega no lo habría petado tanto o que la gracia de tener un avión privado es no invitar a nadie. Sus cosas. La quiero mucho, a Fran, y la entiendo: disfruto leyéndola -que es escuchándola-. A mí tampoco me interesa en absoluto el espacio exterior, querida: toda la gente que me deja boquiabierta, como tú, está aquí abajo.