“Para mí fue como lo de las Torres Gemelas, si exceptuamos los muertos, claro”. Me lo dice un amigo refiriéndose a cómo le afectaron las imágenes del asalto al Capitolio de Washington.

Que conste que le entiendo. El valor icónico de ese momento, el hecho de que ocurriese en los Estados Unidos (fiel de la balanza y gendarme de la democracia mundial) nos impactó a todos. Puede que del mismo modo que ese instante en el que, primero un avión y después otro, se estrellaban contra los rascacielos más altos del World Trade Center.

De hecho aún antes de conocer la magnitud de la tragedia, nos enfrentamos al hecho, inconcebible hasta el momento, de que la mayor potencia mundial era vulnerable.

En ambos casos, muchos pensamos que nada volvería a ser lo mismo y que el tablero geopolítico en el que nos movíamos entonces iba a cambiar, del mismo modo que lo pensamos ahora.

Pero en lo que a mí respecta, antes del asalto al Capitolio, hubo una imagen que me impactó incluso más.

El 6 de noviembre, tres días después de celebrarse las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, asistíamos a un hecho absolutamente inédito. “Tenemos que interrumpir la retransmisión [del discurso de Donald Trump] porque lo que está diciendo el presidente de los Estados Unidos es, en su mayor parte, absolutamente mentira” decía en directo y sin inmutarse el periodista Lester Holt, presentador de NBC Nightly News, uno de los tres informativos más seguidos de la televisión norteamericana.

“No vamos a dejar que siga porque lo que dice no es verdad”. Y efectivamente, sin más, cortó la retransmisión.

Lo mismo hizo David Muir, el conductor del informativo más seguido del país, el ABC World News Tonight. En cuanto a la CBS, mientras Trump acababa su discurso, los conductores del programa negaban sus acusaciones de fraude y otro tanto se hacía en la FOX.

Tuviera o no razón, lo que uno hubiese esperado era que al término de su intervención se comentasen las palabras del presidente, siquiera para negarlas, incluso para hacerlo sin datos, si de todos modos la idea era dejar claro de qué lado estaban las tres cadenas de televisión más importantes del país. Pero ¿cortar en directo la retransmisión del discurso del presidente? ¿Hacerlo llamándole mentiroso a la cara? ¿Nos lo hubiésemos imaginado jamás?

Parece que sí. Que entraba dentro de lo previsible. Porque puedes esperar cualquier cosa de esa anomalía del sistema que se llama Donald Trump y sobre todo, puedes esperar que ese sistema haga cualquier cosa para defenderse de él. Incluso lo impensable.

Pero no, no se trata sólo de Trump. Estamos ciegos si no nos damos cuenta de lo que nos jugamos.

Twitter, Facebook y YouTube le han cerrado sus cuentas. Apple, Amazon y Google han conseguido echar el candado a Parler. No a la cuenta del presidente, sino a la red social y a todas sus cuentas “por el riesgo de que desde ahí se alienten actos como el asalto al Capitolio o se difundan teorías de la conspiración”.

Creo que podemos afirmar, sin asomo de duda, que los dueños de los gigantes tecnológicos, los de los grandes medios de comunicación, los mismos que son a su vez donantes de los candidatos demócratas, han perpetrado un asalto al Capitolio de Washington mucho más peligroso y con peores consecuencias que el que tuvo lugar hace una semana.

Lo digo a pesar de que yo no me olvido de las cinco personas que murieron en ese asalto. El agente Brian D. Sicknick, Ashli Babbit, Benjamin Phillips, Kevin Greeson y Rosanne Boyland.

Y digo que no me olvido porque por esa misma distopía inquisitorial en la que ya estamos inmersos, apenas se ha hablado de ellos. De hecho, parece que importa poco cómo murieron y, desde luego, les aseguro que, sorprendentemente, nadie ha encontrado motivos para incendiar las calles de sus ciudades natales en protesta por su muerte.

Así que, aunque no lo sepan, la toma del Capitolio se ha consumado con éxito. Y no, no ha sido el día 6 de enero.