El final de Trump va a resultar mucho peor de lo que hubiéramos imaginado. Las imágenes de unos energúmenos asaltando el Capitolio en Washington son una vergüenza para Estados Unidos, un acontecimiento lamentablemente histórico que quedará grabado en la retina de toda una generación. 

No es una anécdota. Es el síntoma de la época que vivimos. El resultado de una tensión inoculada y sostenida en el tiempo por políticos irresponsables que ven en el enfrentamiento y la división el mejor estímulo para engordar sus apoyos.  

Ese proceso interesado de encabronamiento progresivo de la población encuentra un campo abonado por la crisis y la falta de expectativas. En tales circunstancias, alimentar el odio y desacreditar la ley y las instituciones es más fácil. Y más peligroso también.

Trump lleva dos meses, desde que perdió las elecciones, azuzando a sus seguidores, instándoles a no reconocer los resultados. Jugaba con fuego a propósito, y este miércoles han prendido las llamas.

Conviene aclarar -en una época tendente a confundir la parte por el todo- que las decenas de personas que entraron por la fuerza en el Capitolio no son el pueblo norteamericano (330 millones de almas), en su inmensa mayoría pacífico, sino una parte exaltada y ruidosa del mismo. El problema es que, en general, cada vez hay más exaltados.

La estética fantoche de los asaltantes, sus banderas de otra época, sus ojos inyectados de rabia, sus saltos de triunfo encima de los vehículos policiales, sus agresiones a los periodistas que trataban de informar sobre el terreno... En España no era difícil verse de alguna manera reflejados en ese espejo. Claro que son situaciones distintas, pero en ambas hay denominadores comunes.

Biden, el presidente electo de Estados Unidos, dijo que la actitud de Trump bordea la sedición. Sorprende el desahogo con el que algunos de quienes aquí han promovido o justificado a los condenados por los sucesos de Cataluña de 2017 se rasguen ahora las vestiduras con el neoyorquino y pidan que caiga sobre él todo el peso de la ley.

Resulta tan grotesco como el comunicado de Nicolás Maduro, experto en asaltar Parlamentos, al que faltó tiempo para mostrar su preocupación por los incidentes de Washington y clamar por la democracia entre golpes de pecho.  

El riesgo de agitar a las masas, lo miserable de transformar en hooligans a los votantes, el error de deshumanizar a quien opina de forma distinta convirtiéndolo en enemigo, la temeridad de dividir la sociedad en buenos y malos es perverso en Estados Unidos, en Venezuela y en España. 

La casualidad ha querido que el asalto al Capitolio haya coincidido con el primer aniversario de la investidura de Pedro Sánchez, efeméride que va a verse así un tanto oscurecida informativamente.

Está claro ya que el nombre de Trump quedará asociado para siempre a la discordia, la prepotencia, el narcisismo y el fomento del rencor entre compatriotas. Sánchez tiene tiempo por delante para decidir cómo quiere que se le recuerde.