Cuando las niñas rabiosas teníamos catorce años y no encontrábamos las palabras para expresar el descontento; cuando queríamos devolver los vaciles del tolai de turno a la tarde, en la puerta del colegio; cuando buscábamos códigos de desafío, de autoridad y de reproche que no nos habían sido concedidos -porque calladitas estábamos más guapas, porque la única forma de ser guapa era ser buena-, descubrimos a La Mala.

Cuando aún era medio raro tener amigos, cuando los niños eran seres enigmáticos que se secaban los sudores jugando al fútbol y escupían en el suelo del patio, cuando se hacía de noche en el parque y nosotras les mirábamos de lejos, en grupo aparte -segregados y distantes, próximos solo si la cosa iba de liarse-, descubrimos a La Mala.

Cuando quisimos vestirnos cómodas y nos miraron como a delincuentes juveniles, cuando levantamos la voz en clase y nos echaron al descansillo, cuando insistíamos en preguntar de qué coño iba la vida y por qué las cosas estaban así repartidas -el dinero, los días de trabajo y de fiesta, la belleza, la miseria, la feminidad o lo que carajo sea eso-, descubrimos a La Mala.

Preguntonas: malas. Politizadas, filosóficas, contrariadas: malas. Paseando por el barrio, observando agudo y comentando la jugada: malas, malas, malas. Cuando nos dijeron “no me contestes, niña, que te parto la boca”, descubrimos a La Mala. Cuando amasábamos vocabulario y turbación y queríamos comprar sprays y echar las pipas a la arena para hacer ver que el suelo también era nuestro, descubrimos a La Mala, como a una nueva forma de desobediencia. 

Escuchábamos a Violadores del verso, a Tote King, a Juaninacka o a SFDK, pero necesitábamos a La Mala, porque era mujer y era miura, porque rapeaba como todos los demonios, porque no pidió permiso y se ganó el respeto de todo Cristo crucificado en aquel campo de falos, porque rimaba en andaluz y jamás se avergonzó de nuestro acento, porque tenía amor propio y memoria y la lengua larga, porque era una francotiradora y nosotras necesitábamos armas. “Por ser mujer llevaba pistola, ya sabes, pa’ no sentirse sola”, cantaba en La niña.

Porque era hija de una madre soltera y se le llenaba la boca hablando de ella, porque decía que la independencia económica era fundamental si se quiere ir a alguna parte, porque escribía a pie de barrio y tenía más gracia y más flamenco en lo alto que to’ las cosas. Vaya Lujo ibérico, La Mala. Vaya revelación. No dábamos crédito. Fue uno de mis primeros iconos feministas, la María; me enseñó de todo sin darme ninguna monserga. Qué mala. “A mí no me saques tu genio que te lo mato”. Y todos callados.

Contaba en una entrevista -que tiene más años que el sol- con Dani Mateo que a ella no le molaba salir en la tele porque le apetecía que conocieran su música antes que su cara. “Hay mucho público que me escucha y mucha gente que no sabe ni cuál es mi apariencia, y eso me gusta”, decía. Y a mí también, Mala. Porque nos habían reducido tanto tiempo al cuerpo que lo que queríamos dejar clarito era el mensaje; porque teníamos ganas de pedir la guerra y la palabra.

También explicaba que había gente que entonces consideraba “mierda” porque era rap comercial y a ella no le interesaba aquello “porque no era combativo, sino que estabas ahí regalándote para conseguir un beneficio económico”: “Yo entiendo que es muy fácil la postura del ‘cada uno expresa lo que siente, el arte es libre y tal’, pero yo pienso que hay cosas que está bien o mal. Si tú estás fomentando valores de mierda, eres un mierda”. Y chimpún.

Las chavalas buenas iban al cielo, La Mala iba a todas partes. Nos dijo que podía vivir “con lo que cae al suelo”, que no necesitaba poder, que era tiempo de ver “cómo se levanta la gente”, que su fe era intocable y que sabía cómo salirse de las cuerdas. Que ella marcaba el minuto. “Me hago tirabuzones con las bombas que me tiran los mamelucos y disfruto”. Que tenía “pájaros en la cabeza encerraos’ en jaulas aprendiendo a hablá’”.

Que la búsqueda de sus demonios la tenía con insomnio; que quería un hombre sin complejos, “que tenga buenos reflejos pa ve cómo se hace viejo”. Que “esa mujer salvaje que va dentro de una caja de madera, te aseguro que no entiende de maneras: sólo sabe golpeá, sólo sabe golpeá”. Ahora pienso en todo aquello cuando veo a La Mala cambiadísima, haciendo posturas imposibles y sensuales delante de la cámara y recibiendo todos los días doscientos comentarios cerdos: no sé si la María del pasado les habría escupido en la cara o si quiero hacerlo yo.

Es verdad que el mundo es otro: que esta es la era de la imagen, de la hipersexualización, del culto al cuerpo, que se premia lo estético y no lo dialéctico, pero a mí me chirría, como feminista abolicionista, que alguien que admiro tanto como La Mala se haga Onlyfans, como ha anunciado esta semana, para pujar fuerte en el mercado de la carne -como explicábamos en este artículo más detalladamente-. Nada de eso es transgresor, nada de eso rompe nada: es puro sistema y alimenta a los mismos, a los viejos patrones, a los puteros de ayer y de hoy, al antiquísimo redil de los que pagan y se creen que mandan.

Me entristece que convierta en ‘cool’ la explotación del cuerpo femenino y que eso se venda como emancipación en una plataforma en la que una pone precio a su desnudo y el 90% de la demanda son hombres heterosexuales frente a un ordenador con el paquete de clínex al lado.

María nos enseñó muchas formas inéditas de libertad: curiosamente, la libertad sexual es la única que los hombres defienden para nosotras, la única que les viene bien para seguir descargando los testículos. “Déjame ser otra cosa que no sea un cuerpo”, cantaba la Gata Cattana. Vaya trampa nos hemos comido ahí con la modernidad. Cuántos de los que hoy le comentan a La Mala sus fotos eróticas han escuchado alguna vez sus canciones. No son melómanos, son pajeros.

Claro que nuestros artistas predilectos no tienen que hacer con sus vidas lo que su público demande: ya sólo faltaría. He visto muchas críticas estos días a La Mala por la decisión del Onlyfans. Yo tengo poco más que decir, salvo que nuestros caminos se separan aquí. Hay que beber de los referentes hasta que se pueda, pero no voy a tragar con todo lo que me vendan, no voy a asentir a todo lo que me digan -y todo eso me lo enseñó ella-. “Sin palabra no hay persona”, que cantaba en Por la noche. No es cultura de la cancelación, es un largo gracias y un hasta luego. Esta mona no se anda por las ramas. Apunto alto, me lo guiso, apuesto.