Hoy he despertado con una noticia triste. Sí, otra: la de la muerte del que ha sido mi vecino durante los últimos veinte años, Brasilio de Oliveira. Ese señor de sonrisa tímida que se disculpaba veinte veces por si me había molestado el ruido de su cena multitudinaria; que preguntaba, cada vez que nos encontrábamos en el garaje, cómo estaba mi padre, con el que ha compartido profesión desde los años 70, cuando ambos llegaron a una isla hippie de aguas cristalinas, persiguiendo sus sueños.

Siempre se interesaba sobre las andanzas mis hijos, los niños rubios y blanquísimos a los que vio llegar de Rusia hace diez años y convertirse en dos chavales mediterráneos a más no poder. Para ellos, él es el vecino "super amable, mamá" del coche negro y grande que les encanta.

Brasilio se dedicó durante más de cuarenta años a organizar fiestas para otros, porque le gustaba que la gente se lo pasara bien. Por eso, aunque amara la música, jamás la escuchaba en su casa si no era en sus auriculares, él tenía clarísimo que el disfrute del prójimo se basa en el respeto hacia todos. Se descalzaba al entrar en casa para evitar los golpes en el suelo, el volumen de la tele siempre al mínimo. Si alguna vez te molesto, me lo dices, vecina, que aquí se oye todo. 

Mi vecino sabía que hay gente a la que no haces cambiar de opinión así revienten, por eso evitaba tratar con ellos. Se daba media vuelta y listos. Jamás una palabra más alta que otra. Para qué discutir si la vida va de disfrutar y él nació en Brasil, donde de eso saben un rato. Sí a la samba, no a los mosqueos inútiles

Jamás he escuchado a nadie hablar mal de Brasilio, a pesar de vivir en un sitio pequeño, donde el cotilleo es el pasatiempo de los que se aburren, que son muchos. Ya tiene mérito, porque la comidilla favorita de esos personajes son los que van a su bola, sin guardar apariencias, y mi vecino fue quien quiso ser, se dedicó a lo que le apasionaba y vivió como eligió vivir: libre, rodeado de amigos, viajando a todo lo que da, durmiendo de día y adorando la noche. Discreto hasta decir basta.

Sus míticas fiestas brasileñas y carnavalescas inundaron durante décadas las calles de mi isla, que hoy andará triste, como yo. 

Que se nos vaya Brasilio justo cuando, por primera vez en tantos años, el jolgorio veraniego que nos ha hecho famosos se ha apagado es como el guion de una peli mala, demasiado previsible, demasiado irreal y que, sin embargo, nos afecta. 

La ausencia que empieza hoy aviva el pensamiento contra el que lucho desde que apareció el maldito coronavirus, el de que nada volverá a ser igual. Venga, que sí, esto se olvidará. Confío en la humanidad, en su sabiduría y en la ciencia.

Conciertos multitudinarios; noches de verano que terminan cuando empieza otra noche de verano; caras completas con labios maquillados; besos furtivos con algún desconocido que seguirá siéndolo a la mañana siguiente; regresar a casa con los zapatos en la mano y el rímel en las mejillas: seremos lo que éramos.

Claro que sí. O no. O yo qué sé. No sé nada.

Sí sé que no volveré a comentar la jornada con Brasilio, riendo en el ascensor, regresando ambos de trabajar durante la noche entera, para que otros la gozaran sin mesura.

Con él se ha ido un trozo de mi historia, esa que dejé atrás para ser también libre y vivir pegada a mi pasión, la escritura. Hoy la echo de menos, me echo de menos abrazando las madrugadas, durmiendo de día y adorando la noche.

Cuando volvamos a celebrar, le dedicaré a Brasilio una noche interminable de tacones rojos, bailes asalvajados, muchas lentejuelas y boas de colores; bajaré de mi coche descalza, caminaré por nuestro garaje y me reiré mucho en nuestro ascensor. Le recordaré y me recordará que lo importante de mi breve existencia es dejar una huella hecha de alegría, generosidad y purpurina tan intensa como la suya, que permanezca cuando me haya ido. Ojalá lo consiga.