Mis redes sociales me recuerdan que hace dos años estaba en mi lugar favorito del planeta, Nueva York. La misma ciudad en la que transcurre la última serie que he visto del tirón, The Undoing.

No me han atrapado ni el guion ni las tramas, que son bastante reguleras, sino los paseos de Nicole Kidman por el Central Park de mis amores; la casa de Donald Sutherland, con chimeneas superlativas y unas vistas sobre el parque que cortan la respiración; el transportarme hasta unas calles que representan una gran porción de mi felicidad y que tengo prohibidas hasta nueva orden.

Tanta visualización ha producido en mí el mismo efecto que esos sueños tras los que sientes que realmente has abrazado a tu ex, o acabas de transitar Columbus Avenue, de camino al apartamento que alquilaste para terminar tu primera novela. Puedo oler los puestos de perritos calientes. Sentir el frío sentada frente al Bow Bridge, contemplando las torres del San Remo. Escucho a las mujeres del Upper West Side haciendo cola para comprar unos pasteles en Magnolia Bakery mientras me tomo un té y un muffin de apple y cranberry. Admiro embobada, como cada vez, los portales de la Casa Dakota, impregnada de misterio desde que rodaron allí La semilla del diablo, de luto desde John Lennon.

Se me llenan los ojos rodeando el Jackie Kennedy Reservoir y sonrío frente a las ancianas del Upper East Side, que pasean a sus perros impolutos con unas gafas de pasta negras enormes, ellas delgadísimas. Hablan de sus perros, de lo que comen, de si han estado enfermitos. Se mueven con el ritmo de una treintañera, aunque han rebasado los ochenta. Siempre quise ser una señora del Upper East Side. Me tomo una ensalada de frutas celestial en Sarabeth's, y unas tostadas five grain con un té que viene en tetera de las buenas, con puntilla sobre el plato. Casi soy una señora del Upper East Side.

Camino por el este del parque, paso por las escaleras majestuosas del Metropolitan, del Guggenheim, llego al hotel Plaza, sigo bajando por la Quinta Avenida, abarrotada como siempre.

Paseo por la Biblioteca de Nueva York, huelo los libros, me duele el cuello de admirar los artesonados del techo, me siento a escribir un rato en una de sus enormes mesas, algo bueno tiene que salir de este escenario tan novelesco.

Camino Broadway abajo hasta Union Square y paro en Fish Eddie, esa tienda de vajillas que me fascina y de la que siempre salgo con una taza de borde muy grueso en la que reza algún mensaje divertido. Deambulo por el mercado de los granjeros, me gustan los panes y los quesos, y sigo hacia abajo, hasta la librería Strand Books, que ahora anda en peligro de extinción por la mierda de la pandemia. Cotilleo libros, libretas, agendas.

Me dirijo al oeste y subo al High line, esas antiguas vías de ferrocarril reconvertidas en jardines y paseos. Turistas y locales se mezclan en un batiburrillo de razas e idiomas que me entusiasma.

Bajo y sigo caminando junto al río, donde las madres corren con sus carritos supermodernos. Tienen cara de que la maternidad no les agobia, ellas son muy yankees, muy prácticas y muy resolutivas, o eso me quiero imaginar yo, que idealizo hasta el extremo todo lo que pasa entre el Hudson y el East River.

Llego a la Zona Cero. Me falta la respiración, nunca se me pasará el susto. Me asomo al estanque que ocupa el lugar de la torre norte. Me aterra y me admira ese vacío, lo bien que han reflejado la oscuridad del día que marcó un antes y un después. Se para el tiempo, como en aquel 11 de septiembre, cuando no podía localizar a Clara porque no funcionaban las líneas telefónicas y todo era caos y solo quería saber que no se le había ocurrido esa mañana ir hasta el sur de Manhattan.

Voy a Battery Park, a comprobar que la Estatua de la Libertad sigue donde la dejé. Camino hasta el Ferry del Pier 11 que me lleva hasta la calle 34. Navego por debajo del puente de Brooklyn, tan bonito y tan petreo y tan de Spiderman. Más frío.

Llego a Midtown, donde me espera Clara para comer en Friend of a Farmer, que nos gusta porque es de madera, tiene chimenea y hacen huevos Benedict. Charlamos durante horas, como si no nos hubiésemos visto en meses, desde que una pandemia nos robó la libertad, los abrazos y el Empire State.