Me permito pronosticar una breve vida al bodrio de la octava ley de educación de nuestra democracia. Una ley plagada de un pedagogismo entre naif y cómico (ej: el objetivo de la educación infantil es “conocer su propio cuerpo y el de los otros” o “conocer y valorar los animales más próximos”); una ley incomprensible en su redacción directa. Como el veneno de los Borgia, se va bebiendo poco a poco hasta que produce el fallecimiento o el desfallecimiento.

El progresista liberal don Claudio Moyano promulgó una ley de instrucción pública, en 1857, que no cambiaron los conservadores, ni los revolucionarios de 1868, ni la Restauración de don Alfonso XII en 1875; sirvió a la II República y estuvo vigente con el general Franco hasta 1970. En total 113 años.

La ley Moyano de 1857, con 307 artículos, ocupaba tres páginas de la Gaceta de Madrid (el BOE de la época) y se entendía sin dificultad. Esta ley de Sánchez precisa 193 páginas y no se entiende nada salvo que destilemos el veneno que libamos: descentralización de la enseñanza a favor de las autonomías (para obtener el beneplácito de nacionalistas-separatistas diversos), implantación del igualitarismo y el facilismo (que apruebe todo el mundo haga lo que haga) y limitar la libertad de elección de los padres en la oferta educativa. Es decir, estatismo e intervencionismo cantonalista frente a libertad y calidad por la libre competencia.

Los seis premios Nobel españoles (cuatro de literatura y dos de medicina) se educaron en aquella ley Moyano. Todo el esplendor de la llamada Edad de Plata de nuestras letras (1876-1936) procede de unas Escuelas Nacionales e Institutos de Bachillerato en los que impartieron enseñanza Julián Besteiro, Antonio Machado, Torrente Ballester o Domínguez Ortiz por citar sólo algunos profesores entre cientos de catedráticos de Instituto en aquellos años. La enseñanza pública, hasta la década de los ochenta del pasado siglo, no era un aparcadero de estudiantes; competía con los centros privados o de la Iglesia por la calidad de su profesorado.

La ministra de Educación apela la novedad de la equidad, a la escuela como ascensor social. La escuela siempre lo ha sido. Las escuelas e institutos de calidad fueron, hasta los años ochenta, ascensores sociales para los estudiantes que se lo proponían y se esforzaban. Hoy, muchos Institutos convertidos en aparcaderos de estudiantes sin una selección competitiva del profesorado, hace que las familias que pueden, huyan del sistema público hacia los centros concertados o privados.

A diferencia de la tradición liberal, los socialistas han sido los que han deteriorado más las Escuelas Nacionales e Institutos. Así se explica la doblez de la elite socialista que, supuestamente defiende la enseñanza pública, y consume enseñanza privada para sus hijos.

En esta segunda Restauración, desde 1978, llevamos ocho leyes de educación y no se vislumbra ningún premio Nobel formados en las leyes socialistas del beatífico José María Maravall y su epígono Javier Solana. “La juventud mejor formada de nuestra historia”, además de víctima de la LOGSE, va a empeorar aún más con el actual facilismo.

La octava ley de educación kafkiana de Sáchez no la entienden ni los que la han redactado: 147 artículos, con subdivisiones a veces de diez apartados, 47 disposiciones adicionales, algunas de ellas de dos páginas, 18 disposiciones transitorias, una disposición derogatoria, ocho disposiciones finales, otras ocho adicionales más cinco transitorias a las adicionales, otra disposición derogatoria y, por último, una propina de seis disposiciones finales.

Todo ello adobado de un preámbulo y exposición de motivos que ocupa la friolera de veinticinco páginas que quien se atreva a digerirlas queda ahíto antes de entrar en el Título Preliminar y leer el objetivo educacional infantil de conocer “el propio cuerpo y el de los otros”.

Dado que este despropósito legislativo con la educación no se produce en los países de nuestro entorno, la pregunta es: ¿Por qué los españoles padecemos este caos educativo? La respuesta creo que se debe a que la izquierda política y los nacionalistas consideran que para perpetuar su domino social en la cultura y en su electorado tienen que mediatizar los contenidos educativos con precisiones de objetivos que si algún político o asesor se lo hubiera sugerido a don Claudio Moyano, el ministro habría llamado a la Guardia Civil para que lo detuvieran por loco o iluminado.

¿Y la oposición de centro-derecha? Abrumada, desconcertada, perpleja ante un texto legal interminable, confuso y aparentemente ambiguo presentado y aprobado a uña de caballo. Aznar tardó seis años en elaborar una ley de educación que no llegó a entrar en vigor pues, de inmediato, la derogó Zapatero. En la opción de centralización-descentralización, entre la calidad y el esfuerzo o el facilismo y entre libertad e intervencionismo es hora de tomar una decisión y terminar con un baile legislativo que amenaza no tener fin.

Sugiero que si no es posible un acuerdo en educación, entre la izquierda y la derecha política, terminemos con una ley cada cinco años y la nueva mayoría parlamentaria apruebe una ley de un solo artículo, sin exposición de motivos: Art.1. “Quedan derogadas todas las leyes de educación posteriores a 1857”.

Así, aprenderemos de la claridad y eficacia de don Claudio Moyano y sabremos a qué atenernos en los próximos cincuenta años.