Nos pasamos la vida devanándonos los sesos sobre cómo ganar pasta, sobre cómo invertirla, sobre cómo ahorrarla. Decidimos lo que podemos o no podemos hacer y permitirnos en función de cuánto hay en el banco. Todo esto teniendo en cuenta que el dinero es algo recuperable, no como el tiempo. Un factor al que le prestamos mucha menos atención siendo un bien mucho más escaso y, por lo tanto, extremadamente valioso.

La mala gestión del tiempo es la mala gestión de la vida. Todos caminamos sobre una cuenta atrás de final desconocido sobre la que no recapacitamos. No es común que alguien te diga “no sé dónde han ido a parar los tres mil euros que tenía en el banco”, pero cada semana nos contamos que “no sé en qué se me ha ido el día”. Tres mil euros que puedes volver a ganar; un día que se ha perdido en la alcantarilla de la indecisión y la inacción.

No nos enseñan lo importante de la vida: la gestión de las emociones, quiénes somos y cómo organizarnos para que nos pase lo que queremos que nos pase. Ni siquiera sabemos cómo dilucidar qué queremos que nos pase. Pero las cordilleras y las capitales africanas al dedillo, oiga usted.

Como todo lo importante de la vida, organizar nuestro tiempo va de dentro afuera. Escribir tareas en la agenda es facilísimo, lo difícil es saber si van a llevarnos al lugar deseado; si honrarán nuestro propósito vital, el famoso Ikigai; si, tras su ejecución, seremos quienes queremos ser. Si nos consideraremos personas exitosas según nuestra personal e intransferible definición de éxito. Para unos es tener una casa enorme; para otros, vivir navegando. Disfrutar la libertad de elegir, en el sentido más amplio posible, debería ser un factor irrenunciable.

La frustración llega con el manido “no llego a todo”, como si eso fuera posible. Todo, a lo bestia, lo que me echen, sin cuestionarme que pretendo ejecutar seis tareas de cuatro horas cada una en un solo día. Porque más valgo cuanto más hago, aunque lo que haga sea, en el fondo, una nada agotadora. Las horas frente a la pantalla por encima de la productividad. La ignorancia de lo que es la eficacia, que no es lo mismo que la eficiencia, que tampoco sé de qué va.

Deberíamos simplificar nuestra vida para sacar el máximo partido a ese temporizador sobre el que vivimos, pero para saber con qué quedarnos necesitamos saber qué es lo importante y deshacernos de todo lo demás. Y lo importante es lo que nos provoca felicidad, o bienestar, o tranquilidad o llámalo como te dé la gana. Vivir no solo con lo que necesitamos, sino también con lo que queremos: el concierto de mi cantante favorito, mis clases de baile, los sábados en bici por la montaña, las tardes de cine, los paseos interminables por las calles de mi ciudad. Validar mis deseos por encima de juicios ajenos, que esa es otra, todos opinando sobre qué haces con tu bien más escaso y valioso.

Es imprescindible detectar cuáles de nuestras tareas son las que provocan el resultado que buscamos, para solo dedicarnos a ellas. Saltar de la rueda de hámster y analizar nuestras horas. Ser creativos en el diseño de nuestra vida. Quizás esos patrones heredados no son los que se ajustan a mi plan, porque quiero trabajar tres días por semana, o hacerlo desde cualquier lugar, o que me paguen por lo que sé y no por lo que hago.

No le damos valor al tiempo porque, entre otras cosas, no sabemos cómo valorarlo: puede ser en euros, en felicidad, en lo que decidamos. Solo si lo medimos podremos gestionarlo.