La Ley Celáa está dando la medida del perfil de este Gobierno y de quien le da nombre. Excepcional en su tramitación, autoritaria en sus formas, imperativa en el fondo y huérfana de criterios pedagógicos.

Pero quizás, de lo más insólito, es que se trate de una ley enmendada y consensuada en la trastienda de los Presupuestos Generales del Estado poniendo de nuevo –y son ya muchos años– a las nuevas generaciones como rehenes y la presencia de la lengua oficial del Estado en pública almoneda, esta vez en su precio más bajo.

Quien vive en comunidades autónomas sin una lengua cooficial, tiene el cuajo de llamar a la inmersión lingüística, “respeto a la diversidad”. Quienes vivimos en ellas sabemos que si algo no respeta la inmersión es la diversidad, la libertad y mucho menos la capacidad.

Que lo que hay detrás de la uniformidad lingüística por la vía de la fuerza legal, es la idea de un país y que ese país no se llama España. Y si en nombre de un proceso que nunca se acabará –el de la normalización lingüística por ejemplo en catalán– deben conculcarse libertades, se conculcan. Si ha de primarse el conocimiento de esa lengua a cualquier otro mérito, se prima. Si ha de consagrarse la desigualdad entre los ciudadanos de esa comunidad, se consagra. Si ha de obviarse la existencia de una norma superior –la Constitución Española– a la hora de legislar, se obvia. Y si debe volver a hacerlo cuando alguien exige que se cumpla, se obvia también.

Pero ahora, además, negándole al español la categoría de “lengua vehicular” en la escuela, aunque lleve décadas no siéndolo, se certifica el paso a lengua extranjera de la que es común a todos los españoles, sin que haya soporte legal para siquiera mendigar unas horas en español.

Recuerdo una conversación con el director de un centro público de Primaria de Palma. A principios de este siglo había llegado una enorme cantidad de inmigrantes a Mallorca. La mayoría provenían de América Latina, otros de Marruecos y muchos del este de Europa. Hablamos del reto que suponía para los profesores tal variedad de nacionalidades entre el alumnado.

Para afrontarlo, lo más importante para él era el “aula de acogimiento lingüístico” que no, no era en español, sino en catalán, y que implicaba subordinar todo el currículo académico a la necesidad de que se adaptasen a la lengua “propia” del lugar donde iban a vivir.

Le comenté que me parecía innecesario para los alumnos que venían de América Latina ya que dominaban al menos una de las lenguas cooficiales de Baleares y que ese “acogimiento” les suponía un retraso –generalmente de un curso– respecto al resto de sus compañeros. Daba igual –me reconoció– aunque limitase sus oportunidades, aunque se corriese el riesgo de abocarles al fracaso escolar, lo realmente importante no era su futuro, lo crucial era que aprendiesen catalán, que se integrasen.

Porque los apóstoles de la inmersión la consideran una herramienta que se pone graciosamente al alcance de los pobres de otros lugares, como si –a pesar de estar en España– aterrizasen en una sociedad monolingüe en la que sólo la inmersión les permite aprender el idioma e integrarse en ella.

Saben que no es cierto, no somos monolingües, pero tienen razón en que sólo acreditando el conocimiento del catalán se puede acceder a la Administración, para trabajar o para comunicarte con ella. Imaginen que el requisito fuese ser rubia ¿no sería más fácil eliminar esa exigencia que obligar a quien no lo fuera a teñirse de rubio?

Decía ayer la ministra Celáa en la Ser que no entendía tanto escándalo con lo de la inmersión si la gente manda alegremente a sus hijos a colegios ingleses o liceos franceses donde precisamente la gracia está en la práctica de esa inmersión.

Le pudo su ignorancia y su punto clasista, de otro modo hubiese caído en lo obvio: la inmersión en inglés o en francés, se elige y es de ricos. La inmersión en catalán, ni una cosa ni la otra.