Cuando era (más) joven escribía a menudo sobre los hombres. Me encantaba hincarles el diente, me salía de una forma tan natural que no necesitaba hacer ningún esfuerzo. No solo afeaba sus vicios machistas. También me gustaba cruzar con ellos (con los hombres, no con los vicios) miradas difíciles y cotejar nuestras diferencias. Cada mirada era un argumento y cada argumento, una prueba de fuerza. En fin. La chulería se me daba bien.

Estos días de atrás han puesto verde a Fernando Simón porque lo pillaron hablando de enfermeras infecciosas y para justificarse dijo, medio riendo, que a él siempre le habían gustado las mujeres. Quién nos lo iba a decir.

Antes, cuando escribía sobre los hombres, quería demostrar que estaba por encima de ellos. En realidad no me lo creía. Era algo más sutil y visceral, con mayor carga de sexualidad por mi parte (y por la otra a lo mejor también, aunque yo no preguntaba, por si acaso). Cualquier observación incómoda me sacaba de quicio, pero en aquella época era lo que tocaba. Ahora, en cambio, me dicen que escriba sobre los hombres y no sé por dónde empezar.

No empiezo sino que termino. Digo pues que ya no hablo de hombres porque me importa lo mismo darles la razón que quitársela. En mi caso, los he sustituido por las mascarillas, que como todo el mundo sabe, son un tema recurrente. Y si las mascarillas fallan, siempre me quedará Díaz Ayuso, pues no hay MAR que por bien no venga. Yo siempre me he encontrado a gusto en las altas temperaturas.

De todos los hombres a los que dedico parrafadas, me quedo con los que tienen sentido del humor. Antes me atraían, y ahora los considero una necesidad universal. Las mujeres con sentido del humor también me atraen, pero desgraciadamente no abundan.

En mi casa escuchamos bastante la radio, sobre todo de madrugada, a la hora del insomnio. Aparte están los sábados a mediodía, cuando nos juntamos en la cocina mientras María prepara un dulce rumano. María, que naturalmente es rumana, se parte de risa con el programa de B&B (Berto y Buenafuente), pues los dos son serios y te llevan por el camino de la felicidad, que no es el mismo que el de la risa. Caso distinto es el de Juanjo Millás, del que me encanta su diente retorcido. A ver cómo lo digo: me gustan los hombres que no se ríen con sus propios chistes. Por eso todos los domingos desayuno con Millás, el hombre que es capaz de tomar un jugo de pomelo sin mover el músculo de la amargura.

Debo reconocerlo: yo no tengo sentido del humor. Lo único que tengo son ocurrencias.