A la vista está, trato de esquivar tanto la política como el coronavirus en la medida de lo posible. En la vida y en esta columna, por los mismos motivos: me ponen la cabeza como un bombo y chocan de frente contra mis ansias de solución. Ante ambos asuntos solo me queda aceptar y ocuparme de lo que sí es mi responsabilidad, o sea: yo.

Una de esas ocupaciones, desde que empezó lo que yo llamo "La Mierda Marciana" (en adelante L. M. M.) es leer o visualizar contenido relacionado con el funcionamiento de nuestro coco. Hoy le ha tocado a una charla entre Anne Igartiburu, sabia donde las haya en esto del desarrollo personal, y Elsa Punset en la que hablaban, entre otras cosas, de que el cerebro humano poco ha evolucionado desde que andábamos en las cavernas, por eso está programado para la supervivencia. De ahí que le prestemos mucha atención a todo lo que da miedo, vaya a ser que nos aniquile un mamut o un diplodocus en pleno supermercado.

Pero claro, ese cacharrito que tan útil era cuando los dinosaurios acechaban se ha quedado un tanto obsoleto, porque nos acojona ante lo más nimio, equiparando un atasco en la M-30 con el ataque de una manada de ñus rabiosos. Me da pánico que me despidan, enfermar, que mi vecino se vuelva más majara de lo que está y nos empuje escaleras abajo, que mi pareja me abandone, etc.

Comenzamos a generar cortisol como si no hubiera un mañana, jorobando el sistema inmune en su totalidad, pero eso sí, chorreamos adrenalina, que nos llena de potencia para salir por patas para que no nos devoren. Todo de lo más inservible y de lo más dañino en pleno siglo XXI.

Vivimos aterrorizados mientras nos perdemos lo bueno de la vida (que es la vida misma) y la cabeza nos da vueltas como a Bitelchús, enredados en desgracias que son, o inevitables, o que no pasarán jamás de los jamases, con el cuerpo descuajeringado perdido entre subidones de azúcar, contracturas y úlceras. Conclusión: hay que engañar al cerebro porque lo que se lleva ahora no es sobrevivir, sino vivir.

Sí, en pandemia también.

Dice Elsa Punset que una de las herramientas para hacerlo es celebrar. "¿El qué?", diréis. "Con la que está cayendo". Pues con la que está cayendo celebremos que estamos aquí, escribiendo o leyendo esta columna; el otoño, que nos libra de los cuarenta grados. Celebremos que abrimos el grifo y sale agua potable, maravilla donde las haya.

Y, ante todo, celebrémonos.

Celebrémonos manteniendo los irrenunciables a raya: durmamos ocho horas, comamos equilibrado, movamos el esqueleto. Porque cuando el tiempo apremia, lo primero que tiramos a la basura es nuestro bienestar y, sorpresa, este amasijo de carne y huesos nos tiene que acompañar para los restos, que serán más breves si nos descuidamos.

Celebrarse es también gestionar ese tiempo que, increíblemente, se convierte en nuestro enemigo a medida que crecemos. La vorágine vital arrastrándonos a dormir cinco horas al día, comer cualquier guarrada y no ver a nuestros amigos en meses. Somos el burro tras un zanahoria que ni siquiera identificamos. Yo corro, ya pensaré para qué otro día. 

Desde que L.M.M. comenzó, afortunadamente la venta de libros se ha multiplicado por siete, la de cosméticos también ha aumentado considerablemente. Las tiendas de decoración y las empresas de reformas no dan abasto. Algunos queremos nutrirnos intelectualmente, vernos guapetones, que nuestra casa sea bonita de narices, porque es nuestro templo y nos encanta sentirnos a gusto en ella.

Está demostrado que aquellos que mantienen relaciones de calidad viven más años, están más sanos y son más felices. Eso en circunstancias normales, no te cuento en medio de L.M.M.l. Así que celebremos la amistad, porque nos alegra la vida y también nos la salva. 

Engañemos a nuestro coco arcaico y cascarrabias, aplaudamos ante lo más nimio, seamos felices porque aunque no nos lo parezca, podría irnos peor.