Si España es lo que se vio este miércoles en el Congreso de los Diputados, conviene ir haciendo las maletas. Yo no lo creo; estoy convencido de que hay sobreactuación y extremosidad calculada.

Es difícil encontrar en otros ámbitos tanta impostura, tanta mentira, tanto veneno. Quizás el fútbol, otra industria que también mueve mucho dinero aunque genera menos empleo en nuestro país. 

Estoy convencido de que, hoy por hoy, seguir una sesión de control al Gobierno o un debate de moción de censura a pelo, sin tomar precauciones, puede resultar más perjudicial para personas sensibles que ver El exorcista o uno de esos documentales extremos en los que fieras salvajes despedazan a seres humanos entre gritos horrendos y el temblequeo de cámara.   

Está mal que lo diga un liberal, pero ahora que existe una gran sensibilidad por no herir sensibilidades y por preservar la salud incluso de quienes no quieren ser saludables, ¿cabría la posibilidad de prohibir la retransmisión de los debates parlamentarios y la posterior moviola en redes sociales? Ahorraríamos hectolitros de bilis y toneladas de encanallamiento.

Se me ocurre un par de alternativas para el caso de que se me diga que eso es censura y, por tanto, de imposible aplicación: ¡Risas enlatadas!

Pongamos que va Abascal y dice que los gobiernos de Franco son preferibles al de ahora: tanda de carcajadas al canto. Que a Mertxe Aizpurua le da por repartir carnets de demócrata y clamar contra "el discurso del odio": risotadas mezcladas con aplausos, y santas pascuas.

Admito que es un invento anglosajón, extraño a nuestra cultura y que tiene un componente idiotizador muy propio de su origen televisivo. Pero yo mismo me he reído con gags que no tenían ni pizca de gracia; es más, lo mejor del chiste eran las risas enlatadas. La risa es contagiosa, y en el caso de los debates del Congreso ayudaría al espectador a desdramatizar. 

Hay otra opción cuyo origen es más antiguo. Viene del cine. No del de ahora, sino de cuando el público aplaudía al apagarse las luces y arrancaba el proyector; la época en que el acomodador enfocaba con su linterna a las parejas para evitar besos furtivos.

Al final de algunas de aquellas películas, casi siempre en las que mataban a los buenos o moría la chica y te quedabas con el corazón en un puño, inmediatamente después del The end aparecían los protagonistas sonrientes, con su nombre y el del personaje que habían interpretado, recordándote así que todo había sido ficción. Y dabas un suspiro.

Quizás las retransmisiones de los debates del Congreso podrían incorporar unos títulos de crédito en los que, recién acabada la sesión, se vieran imágenes de Iglesias y García Egea compartiendo risas en el ascensor, o de Macarena Olona y Adriana Lastra conversando en la cafetería. Que quedara claro que verdaderamente no se quieren despellejar.

Porque hay un peligro real: una vez que el Parlamento no se parece a la calle, existe el riesgo de que la calle acabe pareciéndose al Parlamento. No sería la primera vez.