En La Isla del doctor Moureau un científico desaprensivo explora la porosa frontera entre el hombre y la bestia fabricando animales con rasgos humanoides. En La Isla de las tentaciones una televisión inescrupulosa hace una indagación parecida exhibiendo a humanos con una pulsión lúbrica e intelecto animal.

La novela de H.G. Wells se convirtió en un best seller gracias al debate moral sobre los límites de la vivisección y la intemperancia del creacionismo, que se sentía con razón amenazado. El programa de Telecinco acumula una audiencia de tres millones de almas por la vía de excitar en diferido las bajas pasiones.

Comparar una obra cumbre de la literatura de ciencia ficción con una excrecencia televisiva sería un despropósito de no ser porque entre uno y otro producto han transcurrido 125 años comprendidos entre los tres últimos siglos de desarrollo científico y social. Un periodo más que suficiente para afirmar que el progreso de las civilizaciones no implica mejoras sustanciales en la gestión de su vulgaridad.

La explosión televisiva de los años 90 enfrentó a varias generaciones de españoles con el fenómeno de la telebasura, término cuyo desuso es muy sintomático de cómo el envilecimiento se ha naturalizado disfrazado de entretenimiento. De la irrupción de las plataformas digitales, cuyo éxito se basa en el fenómeno de las series, cualquiera habría esperado que ese tipo de productos articulados en el exhibicionismo zoológico de individuos ignorantes, rijosos y musculados iniciara su ocaso.

Muy al contrario, la pericia técnica y productiva de las televisiones al servicio de la chabacanería vuelve a demostrar que la fascinación por lo zafio y ramplón prevalecerá sobre cualquier intento de culturizar al común. La cuestión por dirimir, una vez zanjado el pulso entre el vicio y la virtud del lado del vicio, es si la asimilación y naturalización de lo chabacano no extiende su manto de estiércol a otros ámbitos de la vida distintos del entretenimiento doméstico.

También queda la duda de si el gusto por ese tipo de productos es compatible con algún grado de sofisticación. Muchas de las personas, periodistas, comunicadores, presentadores y tertulianos habituales en ese tipo de programas -y pienso en Boris Izaguirre o en las reflexiones literarias de Kiko Matamoros- probarían que la coexistencia de ambas apetencias no es incompatible.

Pero no dejo de preguntarme si esas excepciones no son indicativas de nada al tratarse de profesionales del medio. Hasta qué punto H.G. Wells no fue un visionario al ficcionar que algún día lo monstruoso y lo humano serían indistinguibles.