Y la casa, o el país, sin barrer. Anda Illa, el ministro de Sanidad, peleado con algunas administraciones autonómicas. Se agita Juanma Moreno, se rebela Ayuso, se revuelve Aragonés. El titular de Sanidad y siete presidentes autonómicos no se entienden. Doce autonomías quieren unas reglas y Madrid, Cataluña, Galicia, Andalucía y las ciudades autónomas exigen otras. El Consejo Interterritorial de Salud concluye sin una unanimidad que resulta imprescindible para que la aplicación de sus normas no se convierta en un campo de batalla. En medio de esta guerra de imposiciones sobre cómo afrontar la segunda ola de la pandemia aparece, claro, el caos.

Mientras, los ciudadanos seguimos condenados a observar, atónitos, esta inútil pelea política entre unos y otros sin dejar de mirar cómo el virus se refuerza y reconquista, precisamente, nuevos territorios, tanto geográficos como humanos.

Quienes tienen que ofrecer las mejores soluciones posibles a la pandemia no lo hacen por incapacidad o por inacción. Por falta de criterio o por unos demasiado volubles. Los que sufrimos las consecuencias no podemos emplearnos en mucho más que en comprobar, hastiados ya, cómo esta crisis sanitaria parece haberse convertido, casi exclusivamente, en un absurdo y doloroso enredo político. Uno que parece que no tiene fin, y que su salida más probable se acerca, peligrosamente, a la convulsión que produciría un desastre simultáneo en materia de salud y económica.

El Gobierno central quiere confinar Madrid, pero los dirigentes madrileños pretenden impedirlo. Ayuso dice que “nos estamos arruinando”, y el alcalde que Madrid “no se puede permitir otro confinamiento”. Es cierto, sin duda, que la economía de las familias está sufriendo de manera contundente. El FMI acaba de advertir de que nuestra economía caerá casi un 13% este año, y solo se recuperará un 7% el siguiente. Pero también conviene que tengamos muy presente que los estragos que causa la Covid -ya lo comprobamos en primavera- azotan a la población aún más de lo que lo hace la pérdida en poder adquisitivo.

Pero, a pesar de que la segunda ola se eleva con aparente impunidad y toda la fiereza delante de todos, no muy lejos de convertirse en un nuevo tsunami, los políticos no alcanzan acuerdos y se limitan a imponer normas, generando aún más confusión entre los ciudadanos. ¿Tendrán razón los expertos del ministro, o la tendrán los del consejero? ¿Se equivoca Ayuso o lo hace Illa y, por extensión, Sánchez? ¿Es esto un debate político o es sanitario?

La falta de claridad generalizada y la alineación partidista mayoritaria de las comunidades con las tesis de los partidos a los que pertenecen sus gobiernos hacen pensar en que se trata mucho más de un asunto político con tragedias médicas previsibles que una emergencia sanitaria de la que, también, se puedan derivar unos fundamentos políticos.

Y, mientras la amenaza virológica se hace cada día más fuerte, algunos de nuestros políticos utilizan sus recursos y su tiempo en pedir, como ha hecho Vox, que se retire el nombre de los ministros socialistas Indalecio Prieto y Largo Caballero del callejero de Madrid. O en valorar, como ha solicitado Zaragoza en Común (ZeC) si Fernando Simón, el director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, el epidemiólogo convertido en icono pop que tan poca fortuna tiene con sus vaticinios, debe o no ser nombrado Hijo Predilecto de la ciudad aragonesa.

Últimamente de forma especialmente acusada, nuestros políticos también invierten su posición de privilegio en insultarse entre ellos de forma cada vez más grosera en el Congreso de los Diputados. Lo han hecho tanto, en este caso a raíz de distintas valoraciones sobre el papel del Rey, que su presidenta, Meritxell Batet, ha tenido que pedir respeto y un mínimo de decoro a sus señorías. “Educación es todo lo que les pido” reclama, enfadada, la presidenta.

No parece que este sea el mejor momento para cambiar algunas calles de nombre; ni el mejor para convertir a quien dirigió la respuesta a la pandemia y obtuvo uno de los peores registros mundiales en Hijo Predilecto de nada; ni el óptimo, tampoco, para debatir la idoneidad de la monarquía. Es el momento de luchar por sacar al país de su delicadísima situación, atrapado en medio de batallas durísimas y de incierto final: un enemigo que no se ve, un caos económico que aún no se aprecia lo suficiente, otro político que se observa con demasiada claridad y un indudable reto territorial, subrayado estos días aún más con la inhabilitación del expresident Quim Torra.

Nuestros políticos siguen discutiendo sin alcanzar acuerdos en lo importante y perdiendo el tiempo en lo intrascendente; continúan sin entenderse a pesar de lo grave del entorno, con unas administraciones sometiendo a la fuerza a otras, librando batallas que no parece que respondan solamente a posicionamientos estratégicos contra la pandemia. Mientras, el virus sigue avanzando y el país, con sus ciudadanos a bordo, continúa dirigiéndose hacia una deriva cada vez más complicada de superar.