Ayer por la mañana, desayuné cuatro chupitos de absenta. Fue en casa de un amigo. Todas las ventanas estaban cerradas. Éramos seis. Sin mascarilla. Después, bajé al estanco y me compré un paquete de tabaco. No fumo, pero di cuenta de los cigarrillos en apenas media hora.

Algo tambaleante, recalé en una sidrería. Brindé con otros cinco compadres, todos ellos distintos a los del festín anterior. Sin ventanas. La boca, al desnudo. Ingerí seis vasos de pacharán y, como tenía el estómago revuelto, tan sólo comí una cremosa pantxineta.

Armado de equidistancia, paseé hasta la Puerta del Sol -no sé cómo logré llegar hasta allí- y grité contra el Gobierno. Puse a caldo al presidente. Piel de gallina. Otros cincuenta compañeros del metal hacían lo propio. En familia, pandémicamente arrejuntados.

Cuando la causa comenzó a flaquear, me monté en el Metro y caí en Vallecas. Entonces, chillé contra los de derechas. “Hijos de puta”, “fascistas” y todo eso. El frío ya está regresando a Madrid, así que me metí en el cogollo, a rueda de los del megáfono.

Entonces, me sonaron las tripas. El rugido del león. Tenía tanta hambre como ganas de vomitar. Mis abuelos viven cerca. Cogí un taxi y me planté en su casa. Porque, ¿quién mejor para cuidarle a uno que sus abuelos? Olvidado de las recomendaciones -maldita sea-, saludé con dos besos. Me quedé a cenar. Sin mascarillas. “Abuela, por favor, cierra la ventana, que entra frío”.

(…)

Si todo esto hubiera ocurrido, mi bolsillo no lo habría notado. El itinerario anterior es radical y absolutamente legal. Es verdad que la gestión política de esta crisis viene siendo un desastre y que los incumplidores de la normativa encarnan una mera minoría ruidosa. Son los llamados “legalistas” quienes nos empujan al límite.

El legalista es aquel que vive como antaño escudado en la ley. “¡No se puede dejar de hacer todo!”, suele gritar. Y entonces da alas a los rebrotes al mismo tiempo que vierte sobre su conciencia el serrín del “todo lo que hago es conforme a la regla”.

¿Existe un mayor desprecio de la libertad individual? ¿No nos conduce a la robotización social esa continua renuncia a la responsabilidad civil? ¿Cómo es posible que este país tan polarizado, ¡borracho de gritar “libertad”!, se haya inundado de quienes prescinden de ella? Si queremos reducir nuestra existencia a la ley, ¿por qué no buscamos inspiración en la Italia de Mussolini?

Lo que más le duele al “legalista” es que se le sitúe como parte del problema. “¡Yo no he traspasado la raya en ningún momento! ¡No seas amargado! ¡No des lecciones morales!”. Y estas líneas, por supuesto, no se tratan de una lección, sino de un diagnóstico.

Miren a su alrededor. Cuenten a los legalistas y multipliquen. Los inconscientes del botellón son sólo la espuma de la segunda ola. Pura estadística. Por cierto, me informa Google de que suicidarse en España… “es legal”.