Si a alguien se le ocurre un peor momento para desestabilizar las instituciones del Estado que la segunda vuelta de este partido Humanidad vs. Covid19 -lo de “Humanidad” se lo he copiado a Sánchez, no volverá a pasar-, con su crisis económica y su todo, que lance la primera piedra.

Sé que no debería sorprenderme, pues no hace ni diez días que Iglesias anunciaba como prioridad de su formación el acabar con la Monarquía. Pero sí me sorprenden las prisas. El timing del atropello da buena cuenta de la catadura moral de nuestros dirigentes, que con más de 30.000 muertos sobre la mesa, una crisis sanitaria aún sin resolver y una económica y social de tamaño considerable, se muestran incapaces de dejar a un lado sus prioridades y anteponer las de la ciudadanía. Ya hay que ser miserable.

La forzada ausencia del Jefe del Estado en el acto de entrega de despachos de los nuevos jueces en Barcelona -¿un gesto al independentismo?, ¿no era suficiente el indulto?- es, en realidad, el verdadero oprobio, y no la indiscreción de Lesmes, aprovechada rápidamente por Alberto Garzón e Iglesias, que olvidan que, pese a sus respetables y legítimas preferencias personales, son ministro y vicepresidente del Ejecutivo y no dos activistas tardoadolescentes. Se debería poder esperar de ellos una mínima responsabilidad de Estado. Y lo mínimo, lo minimísimo, sería, como establece la fórmula aprobada por norma para jurar -o prometer- el cargo, cumplir fielmente las obligaciones de este con lealtad al Rey y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado. Alguien debería dejarles un post it en sus despachos, que se les olvida.

No se trata de ser monárquico o republicano, no nos equivoquemos. Se trata de ser constitucionalista o no serlo. De espíritu democrático frente a totalitarismo. En este momento, y mientras el Rey ejerza la Jefatura del Estado, mientras eso no cambie mediante el uso legítimo de las herramientas previstas para ello, atacar a Felipe VI es atacar al Estado. Y no es cuestión de defender al Jefe del Estado en nombre de una institución, la monarquía, en contra de la cual es legítimo estar, como se puede estar a favor o en contra de casi cualquier cosa porque, afortunadamente, no se legisla sobre las particulares predilecciones de cada uno -yo odio el brócoli y madrugar-. Se le defiende en nombre de nuestra democracia, del marco constitucional.

La conditio sine qua non para para estar del lado del Rey -del Estado- en este momento, no es ser monárquico: es ser demócrata. Por eso, como bien dice mi amiga Pepa Labrador, que es sabia y tiene el don de sintetizar como pocos, “no soy monárquica, pero lo estoy”.