El catalanismo como movimiento político nacional-separatista surge en España en la segunda mitad del siglo XIX, y lo hace en buena medida como reacción segregadora de la población nativa catalana respecto a la población procedente de otras partes de España (murcianos, andaluces, extremeños, etc.), que llegó a Cataluña durante ese período atraída por su prosperidad industrial. Una industria que se desarrolló, precisamente, bajo el marco jurídico político de la legislación española (el famoso proteccionismo arancelario en favor de la industria textil catalana), y que en ningún momento supuso un menoscabo para la población nativa en cuanto que, como catalanes, jamás sus derechos se vieron mermados, socavados o disminuidos (la idea de una de “Cataluña oprimida” es completamente fantástica en este sentido).

Al contrario, se produjo, más bien, un empobrecimiento del resto de las regiones españolas (sufrió particularmente la industria gallega del lino, que desapareció en favor del algodón) para que la industria catalana pudiera colocar sus productos en un mercado español protegido por el arancel.

Sin embargo, desde el catalanismo se entiende que esa filtración emigratoria procedente del resto de España (las “bestias con forma humana” de Quim Torra) representó, y sigue representando, una amenaza para la conservación y prosperidad de la “nación catalana”, entendida esta como una sustancia cultural, como un romántico Volkgeist, con sus señas propias de identidad (como son la lengua catalana, el folklore, incluso la raza, etc.), y que requiere de un “Estado propio” (“derecho de autodeterminación”) para que tal sustancia cultural catalana no se termine pervirtiendo o degradando (degenerando) refundida en la cultura española, que la oprime. España, según el catalanismo, es una auténtico lastre -una rémora- para Cataluña.

Ahora bien, lo paradójico de esta concepción viene dado por la misma constatación de que Cataluña, bajo el “yugo” español que supuestamente la oprime, se va a transformar, a lo largo del XIX y hasta bien entrado el siglo XX, en la región más rica de España, convirtiéndose a su vez Barcelona, en el contexto de la jerarquía urbana española, en la ciudad más habitada (así hasta la Guerra Civil) y expansiva de España (no hay más que ver sus edificios, sus plazas, sus avenidas, su urbanismo con el maravilloso Ensanche a la cabeza), y con uno de los puertos más activos del Mediterráneo (desplazando al de Valencia en este sentido, más vigoroso en siglos anteriores). Y esto ocurre precisamente, el auge de la prosperidad catalana, cuando España, a partir de la Constitución de Cádiz (1812), se convierte en Nación política en el sentido contemporáneo (y Cataluña, claro, en una de sus partes más destacadas). 

Dicho de otro modo, es la constitución nacional de España base, y no lastre, de esa prosperidad catalana, de tal manera que es su identidad como parte de España lo que termina caracterizando a la sociedad actual catalana. El “privilegio catalán”, marcado por el proteccionismo arancelario, es una decisión que se toma en Madrid, y que hará rica a Cataluña (todo un mentís al “España ens roba”), con el sacrificio de otras regiones que, estas sí (como el caso gallego, insisto), se verán empobrecidas.

Naturalmente el enriquecimiento de Cataluña implica el enriquecimiento de España, al ser Cataluña parte suya, pero al producirse el proceso de industrialización de un modo tan desigual, muy localizado regionalmente (Cataluña, País Vasco), ello facilita que se produzca ese espejismo por el que pareciera como si las regiones más ricas se vieran lastradas por las más pobres (y aquí aparece la ideología supremacista, de nefastas consecuencias para la sociedad política española), cuando ello es el resultado de una política nacional común.

Es desde la plataforma política española, en tanto que comunidad de referencia, como País Vasco y Cataluña -zonas fronterizas con la Europa continental (Irún y la Junquera)- se verán favorecidas con el desarrollo industrial decimonónico, de tal manera que la prosperidad de País Vasco y Cataluña no se puede explicar desde sí mismas (por “autodeterminación”), como pretenden el nacionalismo vasco y catalán, sino que es el resultado de una decisión española, en co-determinación con el resto de las partes de España.

En definitiva, es el nacionalismo separatista el que “ens roba” al pretender patrimonializar (“privatizar”), poniéndolo en manos de unos pocos, algo que es común a todos los españoles (incluyendo naturalmente a vascos y a catalanes), a saber, el territorio nacional. Y es que nada hay más público que el territorio común.