La ciudad está triste. No hay más que dar un paseo por las calles de cualquier núcleo urbano nacional para comprobar la pesadumbre que se acumula en las esquinas, que se esparce por las avenidas, que envuelve las plazas. Ni siquiera las mascarillas pueden esconderla.

Al revés, estos instrumentos que ya forman parte de nuestras vidas incrementan la sensación de ahogo, de desasosiego, de ansiedad. Por supuesto, también nos protegen de males mayores. Pero los anteriores no hacen sino crecer exponencialmente, igual que la invasión del virus, ese que ha zarandeado el planeta.

Habrá que ver, cuando todo esto acabe -porque acabará, ¿verdad?- cómo el aislamiento y la tristeza, la pérdida y la incertidumbre, han afectado no solo a nuestros hábitos, también a nuestra manera de vivir. ¿Seremos otros o volveremos al lugar en el que estábamos, por ejemplo, el día de Navidad de 2019? No parece que ese día fuera ayer, sino hace siglos.

Mientras nuestras mentes corren en una u otra dirección, hacia ese lugar o algún otro en este momento insospechado sin que podamos controlarlas, las administraciones siguen persiguiendo fórmulas, a menudo con bronca entre ellas, que atenúen el infierno en el que estamos de nuevo a punto de entrar. El mismo del que ya salimos, o creíamos que lo habíamos hecho, al culminar la desescalada, cuando empezó este último verano insípido y opresivo.

Regresa, sí, la Covid y, con la enfermedad, el miedo. Con el temor desbocado vuelve al imaginario colectivo el recuerdo de las heroicidades de los profesionales de la salud cuando, hace nada eran, otra vez, invisibles. Si no ellos, sí al menos sus demandas: medios eficaces, más personal, suficiente protección. Ya que se ocupan de que los demás no nos muramos, la idea es que tampoco lo hagan ellos. Por lo menos, no por intentar salvar a los enfermos, o por mejorar sus condiciones.

A estas alturas, con la segunda ola golpeando con fuerza acantilados y sumergiendo arrecifes, con los hospitales rozando la saturación y la atención primaria en estado de conmoción y parálisis, ¿alguien duda de que existe un problema enorme al respecto de cómo trata nuestra sociedad a los profesionales de la Sanidad? Como acabamos de ver, solo nos acordamos de ellos cuando un virus agujerea nuestros días, o amenaza con hacerlo.

Ni siquiera en el período entre oleadas hemos atendido a los médicos, enfermeras o auxiliares como procedía: los aplausos nunca fueron suficiente. Quizá muchos políticos, sobre todo los que mandan, no pensaban que volveríamos a estar en medio del horror que vivimos en primavera. Fernando Simón, el gurú sanitario del Gobierno, afirmó a finales de mayo que la hipótesis de una segunda ola “no era muy fuerte”. Pero, por supuesto, el director del Centro de Emergencias Sanitarias, tan pop, tan querido en Moncloa y despachos adyacentes, se volvió a confundir. Y ya es tarde, otra vez.

No quisimos ver el tsunami que estaba a punto de golpearnos, encerrados en nuestra prepotencia, el pasado mes de marzo. Y eso que había arrasado ya varios países, entre otros el de nuestros vecinos italianos. Esta vez, también hemos preferido apartar la mirada y recuperar durante el período veraniego la vida social que tanto nos importa. O, si no lo hemos preferido, al menos a eso nos han invitado estos últimos dos meses: vayan y consuman. En juego, la economía. Eso hicimos. Y la segunda ola, el nuevo terremoto, ya está aquí.

“No hemos hecho los deberes durante el confinamiento”, resume el epidemiólogo García Basteiro. Este investigador del Instituto de Salud Global de Barcelona, junto a una veintena de colegas, urge una investigación externa sobre la gestión de la pandemia. No buscan culpables, sino aprender; no quieren, los firmantes de la carta publicada en The Lancet, señalar a los responsables, tan solo averiguar qué se ha hecho mal para no volver a hacerlo mal.

Resulta improbable que los investigadores logren su objetivo. En este país los políticos son excelentes eludiendo responsabilidades. La insuficiencia de medios y de personal, la falta de prevención, la gestión estéril, las normas insuficientes y las directrices equivocadas ya mataron, o contribuyeron a hacerlo, a mucha gente hace pocos meses. Así que, por si acaso, mejor no investigar, y mucho menos que lo hagan externos.

Madrid no contrató a rastreadores cuando pudo hacerlo. Ahora solicita la intervención urgente del Ejército. La gestión del Gobierno de Ayuso se somete a un debate de máxima controversia. Pero la situación no es tan distinta en otras zonas urbanas como Girona, Salamanca o Vitoria. Pronto, lamentablemente, gran parte de la ciudadanía vivirá en un mismo lugar: en una ciudad triste de un país sumido en la desesperanza.