“El dilema social” es el documental de Netflix sobre los peligros de las redes sociales del que todo el mundo habla, así que decidí verlo, por si me descubría algo nuevo. Curiosa que es una. Tanto revuelo se deberá a una revelación escandalosa que nadie esperaba, en eso consiste la sorpresa. El caso es que me lo he zampado por partes, cuando mi agenda me lo permitía, esperando el pasmo que, ya os digo, nunca llegó.

Una serie de personas que trabajaron en las altas esferas de estas plataformas nos cuentan, con ese entusiasmo yankee tan seductor, que las redes sociales han sido creadas para ganar pasta. Nos lo veníamos oliendo, mira tú.

Todos deberíamos saber a estas alturas de la película que el fin último (o único) de la publicidad consiste en convencer al público de que adquiera un producto o servicio usando todos los medios a su alcance. La tecnología ha incrementado brutalmente la cantidad de datos que podemos conseguir de nuestro mercado y, al mismo tiempo, facilita la difusión del mensaje con una exactitud jamás vista. Disparo siempre al centro de la diana y nunca fallo.

O sí, porque nuestros cocos no son, o no deberían ser, una diana, sino un centro de operaciones. Lo que viene siendo un cerebro humano, un libre albedrío, una inteligencia, un montón de decisiones basadas en los propios valores, un pensamiento crítico, el motor que posibilita que nuestra vida sea lo que queremos que sea.

Que las empresas del planeta quieren captar nuestra atención y manipularnos no es ningún secreto y, de hecho, esa es su labor. Otra cosa son los fines y otra cosa son los medios. Hay quienes fabrican cigarrillos, hay quienes venden ramos de flores y hay quienes editan libros.

Todos desearían que consumiéramos sus creaciones una y otra vez, que fuéramos adictos perdidos. Lo que pasa es que, menos mal, ahí estamos algunos, cuestionando las consecuencias de entregarnos sin medida a lo que nos da tanto gustito. He dicho algunos, no todos.

Los otros algunos reparten la responsabilidad de sus propios actos entre sus congéneres, la suerte y el “mas me gustaría a mí”.

Esos son la presa soñada de las redes sociales y de cualquier hijo de vecino con ánimo de lucro.

Otro asunto diferente son los niños, tan sensibles a la novedad, a los estímulos y tan incapaces de medir las consecuencias de lanzarse sobre el exceso y lo nocivo. De ahí que no le demos una cerveza a un niño de once años, ni un cigarro, ni un coche. Multa y cárcel. Pero no hay ley que les proteja de la irresponsabilidad de sus padres en cuanto a las redes sociales y a las pantallas.

La parte más útil del documental, en mi opinión, es aquella en la que los señores de los Facebooks y los Googles, que conocen las trampas del negocio, admiten que sus hijos no huelen las pantallitas ni los Instagrams ni de lejos y nos cuentan cómo el uso de las mismas ha incrementado el suicidio entre adolescentes, así como el aislamiento social. De nuevo, no hay que ser muy listo para intuir que, frente a un mundo plano y brillante, repleto de premios inmediatos en forma de likes o puntos, a nuestros chavales se les derrite el raciocinio, las habilidades sociales y la tolerancia a la frustración. De la voluntad ni hablamos.

Nos pasamos la vida tomando decisiones: me levanto, desayuno, me visto, voy al cole o al trabajo, vuelvo a casa, me paso cuatro horas matando gente en una maquinita o echo un partido de fútbol, pierdo dos horas arreándole corazoncitos a todo quisqui para que me los devuelvan, o me acuesto a una hora prudencial

En resumen, ¿mantenemos cierta perspectiva sobre nuestra existencia o dejamos de resolver para que lo hagan otros que pisotearán nuestros intereses para satisfacer los suyos? Allá nosotros. El que avisa no es traidor.