Seis meses y un día. La desolación de los balcones, los niños que gritaban "vamos a morir todos", la televisión, que era una contradicción permanente con expertillos de pinganillo con la Espasa detrás por dar seriedad a lo de Jorge Javier. Nos secuestraron en vida y antes, una semana antes, aquel akelarre de moratones en el Paseo del Prado donde se contagió hasta el apuntador. O la apuntadora.

Hagamos memoria histórica, sí, de este secuestro civil que me ha hecho dependiente de los antidepresivos más potentes y de un amor foral, valga la redundancia. Hay amores como el sistema métrico decimal. Qué días más apocalípticos, qué reservas de vodka agotadas, qué noches cerradas, qué nevada en pleno abril, el mes que nos robaron que diría Sabina. 

Vi los Cristos en Calle Larios y en Campana del año anterior, de madrugada, mientras mi compañero -septuagenario- de piso mezclaba anís, magdalenas y lloraba con las películas de Manolo Escobar que daban en el canal de Cerezo

Este secuestro del sótano, ese cumpleaños que no pude celebrar con Raúl del Pozo... todo eso queda  metido en lo más profundo de un alma, y me faltó balcón para tirarme, que tuve mis tentativas. Y luego, los pequeños alivios de la carrera nocturna con mascarilla que sabían a gloria y hubo días que no se contabilizaron muertos.

Después la almendrita de Simón, y antes el macutazo del Borbón, y aquí todo un país que ni invierte en medicina y manda a sus galenos a UK. 

Por higiene mental he intentado irme borrando del magín aquellos días en 24 metros cuadrados y con un anciano que, de mañana en mañana, escupía sangre y era por el tabaco malo que le dábamos. Y en Moncloa -a los hechos del lunes me remito- no dan datos, suben los muertos, y no hay un maldito número con que cifrar el desastre. Ivanrendondismo y vuelta la burra al trigo. 

Después de contar literariamente los muertos, Chapu Apaolaza y yo nos llamábamos, Margarito hacía un dietario y yo empecé a entender que con un bicho puede llegar la tiranía. Y Juan detenía con limpieza a la mafia en la Costa y los de Galapagar to-calculaban el pastel que le venía encima. 

La economía sufrirá lo indecible, pero que no me cierren los bares. Que no me maten en vida, que Dios me dé una rubia y un balcón que mire al mar. De momento escribo de noche en una silla del Decathlon, al fresco de Argüelles -en la puñetera calle- por donde, por no pasar, no pasa ni la pena.

Salimos más fuertes: mi depresión y mis gemelos en el spinning.