A Irene Montero, las miradas lascivas le parecen una agresión.

Como hipermétrope que soy, doy gracias al cielo por ser mujer. De ser hombre, de tener entre mis piernas un miembro con autonomía para la erección, estaría temblando. Porque yo, independientemente de la tensión sexual o la atracción que sienta por el otro, a todo aquel que se encuentra a menos de tres metros de mí, lo miro con lujuria. En realidad no es lujuria, aunque lo parezca: yo cuco los ojos, intensifico la mirada, aproximo el torso, porque soy una cegarruta. Podría parecer a simple vista -guiño, guiño, codazo- que me estoy insinuando, que lo mío es interés sicalíptico. Pero no. Es que veo borroso de cerca y me cuesta identificar sujetos. De ser hombre, soy carne de presidio.

A Irene Montero, los piropos le parecen una agresión.

Como amiga de señores estupendos que soy, doy gracias por ser mujer. De ser hombre, de levantarme todas las mañanas con un miembro rígido entre mis extremidades inferiores, me hallaría panicando. Porque yo, sin que medie perspectiva de cópula, a mis amigos les digo lo guapos que están, lo bien que les sientan determinados pantalones o lo que se les nota el moreno malagueño o los efectos de la pandémica bici estática. La culpa no es mía, entiéndanme.

Es que mis amigos son talentosos, interesantes y bellos hasta decir basta. Van provocando. Podría parecer que me insinúo, pero entre que unos tienen novia -y son maravillosas y me llevo con ellas fenomenal- , que otros son gays y, por lo tanto, no soy su tipo, y que otros son tan amigos que el yacer sería casi incesto, como que no. Es objetividad y confianza a todo lo que da la vida. Cositas del querer. Y poquita vergüenza que tenemos.

A Irene Montero, ser mujer le parece una carrera de obstáculos. Casi una discapacidad. Una tara de nacimiento, una desventaja a paliar.

Como mujer que soy, con relaciones sanas, una profesión que le gusta y que ejerce con satisfacción y libremente elegida por ella, con una vida plena -con sus cosillas-, sin dificultades reseñables o que no encuentren analogía en las vividas por mis colegas varones, me parece una memez. Elevar a dogma la experiencia personal, tratar de legislar en base a una especial sensibilidad propia, intentar convertir en “yo sé” cada “yo siento”, me parece una imbecilidad.

Como mujer en España, uno de los lugares donde serlo no supone una lacra -ni de lejos comparable con serlo en India o Afganistan, por decir algo-, me parece una desvergüenza, una falta de respeto y un atropello a la razón que alguien claramente desmañado, desnortado y poco capacitado para desempeñar el cargo, se esté ocupando de una tarea de manera tan inoperante y tan ineficaz. Que cada medida que tome sea claramente contraproducente, que nos venda como logros propios cada conquista ya conseguida, con el adanismo a la que salta, sin pudor alguno, me ofende. Cada necedad suya es un gasto y un palo en la rueda a la solución de problemas reales de su competencia.

Como si hubiesen puesto al mando a un bonobo lanzando heces contra la reja de un zoo a los visitantes inofensivos que ofrecen cacahuetes mientras, por detrás, la puerta está abierta y entra un guepardo a rapiñar víveres y descuartizar crías.

Pero qué bonita está la jaula, oye.

Qué bien tan mal.