Con la crisis del 1-O parece abrirse paso en España un debate completamente inédito, y creemos muy necesario, acerca de la ilegalización (o no) de los partidos políticos separatistas. Los llamados “consensos” de la transición, en su momento, echaron el cerrojo ideológico en favor de unas “asociaciones políticas” que, a pesar de su naturaleza separatista (explicitada formalmente en sus programas), han gozado no ya solo de tolerancia y protección sino, incluso, de prestigio en cuanto que sirvieron de prueba de “madurez”, y esta fue su coartada, para la al parecer “joven” democracia española.

De este modo, atendiendo al dogma, de manga ancha y más demagógico que democrático, de que “en democracia todo es defendible”, e inmunizados por él, los grupos separatistas, es decir, las facciones en cuyos programas figura formal y explícitamente un plan de fragmentación de la soberanía nacional española, se han infiltrado en las instituciones y han conseguido filtrar, a su vez, su ideología en el propio ordenamiento jurídico español (leyes de normalización lingüística, en la toponimia, conciertos económicos, etc).

Es más, el propio Estado de las Autonomías es, en buena medida, una concesión, que llega al plano constitucional (art. 2, y el Título VIII), en favor del nacionalismo, de tal modo que los separatistas, como los insectos pneumónidos que parasitan con sus larvas a otros insectos, hacen un uso perverso de las instituciones autonómicas buscando en ellas, a la postre, consumar sus fines fraccionarios, a saber, formar todos nacionales a partir de regiones o fragmentos de España.

Porque, en efecto, se da el caso, singular en España, de la existencia de formaciones políticas que, con asiento en las Cortes (Congreso y Senado), ejercen la representación de una soberanía nacional, la española, cuya legitimidad, sin embargo, no reconocen. Es más, ni siquiera reconocen su propia existencia, aunque, como el resto de formaciones políticas (artículo 6 de la CE), la representen. Una soberanía, al fin y al cabo, de la que emanan todos los poderes del Estado, entre otros el que pudieran alcanzar dichas formaciones políticas como representativas suyas.

Este fenómeno contradictorio, absurdo, solo es sostenible bajo la ficción jurídica de considerar a esas formaciones, en efecto, como “partidos políticos”, cuando por su naturaleza separatista, no lo son ni pueden serlo (serán más bien “grupos de interés” o “de presión”, o incluso “bandas facciosas”, pero no partidos políticos) al situarse al margen del Estado, amenazando con arruinar su propia integridad e independencia. Se comportan, pues, como una “asociación política” con fines ilícitos, que son los de atentar contra la soberanía nacional y amenazar la integridad territorial, y solo por ficción jurídica, insistimos, se les puede homologar con los partidos políticos genuinos.

En España el derecho de asociación política, es decir, de poder formar partidos políticos, prohibido durante el franquismo, va a quedar regulado por la Ley de 14 de junio de 1976 y, finalmente, en la Constitución del 78 a través del citado art 6. En la Constitución del 31 no hay mención alguna a los partidos políticos, y menos aún, como mecanismos institucionales de la representación de la soberanía nacional (el art 39 de la Constitución de la República española se refiere, sin más, a la libertad de asociación y sindicación para distintos fines, pero, eso sí, siempre “conforme a las leyes del Estado”).

Pues bien, en esa ley del 14 de junio del 76, por el que se aprueban, frente al franquismo, las asociaciones políticas, se dice, respecto a la licitud de sus fines, que deben contribuir democráticamente a la determinación de la política nacional, así como a la formación de la voluntad política de los ciudadanos y, por último, a promover su participación, la de los ciudadanos, en las instituciones de carácter político.

La ley preveía la posibilidad de la suspensión de las asociaciones políticas si estas desarrollaban actividades que persiguieran fines ilícitos. Así, tras su reforma, el Código penal contemplaba la tipificación de asociaciones ilícitas, en el artículo 172, incluyendo en ellas aquellas que tuvieran por objeto el ataque por cualquier medio a la soberanía, a la unidad e independencia de la patria, a la integridad de su territorio o a la seguridad nacional. En las sucesivas reformas del Código Penal (Ley orgánica 4/1980, y Ley orgánica 8/1983) se retiran estos supuestos y, en el nuevo art. 173, ya no se contemplan el ataque a la soberanía, a la independencia, a la unidad ni a la integridad territorial como fines ilícitos que motiven la suspensión de una asociación política. En el Código penal actual, el de 1995 (código Belloch), estos supuestos quedan ya definitivamente descartados (art. 515 que no sufre ninguna variación respecto al código anterior).

En definitiva, el respeto a la soberanía, a la unidad, a la independencia, a la integridad y a la seguridad de la nación, que se contemplaba todavía en la ley 21/1976, fue retirado como condición para la conformación de “asociaciones políticas” dando así vía libre, a través de estas reformas, a la consideración de los grupos separatistas como “partidos políticos”, sin poder disolverlos, como sería lo suyo, en tanto que “asociaciones ilícitas” (puesto que siguen persiguiendo fines que atentan contra la soberanía nacional, su unidad, etc).

Y en estas estamos: se ha pretendido cuadrar el círculo sentando en las mismas instituciones al Estado y a su sedición separatista, incompatible con él, y ello sin rebajar un ápice esas aspiraciones. Pero los círculos no se pueden cuadrar.