Asentar la recuperación tras la pandemia en cuatro pilares: transición ecológica, transformación digital, cohesión territorial y social y feminismo. Y tratar de hacerlo desde la unidad de los más posibles, ya que alcanzar unanimidades queda descartado.

Ese fue el resumen del mensaje lanzado esta semana por Pedro Sánchez ante un reducido grupo de personas, que en muchos casos, como el de quien suscribe y el director de este periódico, acudieron a la invitación para escuchar educada y críticamente, no porque sean palmeros o estén para hacerle la ola a nadie, y menos a alguien para quien jamás han pedido el voto. Que en este país de adictos a la reyerta ya hay que explicarlo todo.

Cuesta discrepar de los cuatro ejes propuestos. Si queda en la sala alguno que sigue opinando que puede aplazarse el viaje a una economía lo más descarbonizada posible, que se fije en lo que vale Tesla en Bolsa: más que todos los grandes fabricantes de automóviles juntos, produciendo al año muchísimas menos unidades. Si hay alguien que tras el confinamiento duda de que la sociedad española debe apostar por la digitalización de sus actividades productivas, mire por cuánto anda ya la fortuna de Jeff Bezos. Si alguien cree que con una sociedad desgarrada por la desigualdad y un Estado que la fomente entre sus territorios tenemos algún futuro, que vea al resultado que eso nos ha dado a los españoles en los últimos años.

Y si alguien, al margen de su grado de coincidencia con la particular retórica de la ministra del ramo, piensa que una comunidad que no ofrece a la mitad de su población oportunidades plenas y efectivas puede competir con las que sí lo hacen, tiene un serio problema cognitivo.

Lo mismo puede decirse de la apelación a la unidad. En tiempos de desastre los vetos a quien no piensa como tú son tan ridículos como excluir de la cadena de cubos para apagar un fuego a los vecinos del edificio que no te caen bien. Va siendo ya hora de que dejemos de considerar a alguien inepto para desescombrar y reconstruir por ser demasiado rojo, demasiado facha, demasiado centralista o demasiado separatista. Quien por mor de alguna de esas ideas quiera excluirse, torpeza suya sea.

Ahora bien, con enunciar mejor o peor una serie de ideas generales válidas no basta para alcanzar el objetivo planteado. Hay que demostrar, con hechos, detalles, propuestas concretas, que uno hace su parte para propiciar que el acuerdo sea factible, frente todas las dificultades intrínsecas y extrínsecas que se oponen a ello. Nada de eso se ha visto aún, ni siquiera quedó bosquejado en la declaración presidencial. Quiere uno creer que es porque se está avanzando de forma discreta en esa dirección con todos los implicados, pero a veces se le pone cuesta arriba, en un país cuyo debate público se reduce a argumentos de tipo amigo-enemigo con cálculo de rédito electoral a corto plazo.

No está exento de ese vicio el Gobierno, en especial algunos de sus miembros, pero no deja de llamar la atención que sea la estrategia a la que apuesta todo desde hace meses quien lidera la oposición: negando la legitimidad para negociar quienes ya lo hacen fluidamente con la cúpula empresarial, exigiendo que se deshaga el Gobierno para llegar a algún acuerdo y bloqueando por una especie de derecho de conquista las instituciones cuya renovación está ya pasada de fecha, pese a las quejas de los que, designados por el PP, las siguen sosteniendo postmortem.

La maniobra de Sánchez sólo valdrá si da trigo y hay unos presupuestos. La de Casado, sólo si consigue que descarrilen. Al que fracase se le pasará la factura de la falta de unidad. A los españoles, suceda lo que suceda, nos tocará abonar el resto.