Ha empezado septiembre y yo sigo de vacaciones, soy una tía con suerte. Me levanto muy temprano cada mañana para ver el amanecer desde mi paseo por la playa. Me fascina ser testigo de cómo la vida se pone en marcha: los camareros limpiando los bares donde ofrecerán desayunos, los chicos morenísimos que colocan hamacas y sombrillas en un orden perfecto, el sol elevándose sobre nuestras cabezas a un ritmo demasiado veloz para mi gusto.

Donde la playa termina, comienzan las rocas y una montaña que me permite contemplar desde lo alto el mar en el que nací y la ciudad amurallada de Ibiza. Sigo caminando hasta un hotel muy blanco que tiene una piscina muy azul. Allí también la gente de mantenimiento lo prepara todo para los pocos turistas que han llegado en este verano coronavírico. Ahí termina normalmente mi paseo. Pero hace un par de mañanas decidí seguir a una mujer que caminaba muy dispuesta hacia el otro lado de mi montaña habitual. Esta sabe donde va y mucho le tiene que gustar para ir a las siete de la mañana.

Allí encontré un lugar que difícilmente puedo describir con palabras, porque ninguna puede dibujar semejante belleza, pero voy a intentarlo: el sol saliendo del mar, y el mar formando una playa inaccesible entre unos acantilados de formas tan variopintas como imposibles. Sentí incredulidad, por no saber que ese regalo estaba ahí, tan cerca, durante todos estos años mezclada con la felicidad de los niños pequeños, de los descubrimientos, de los nuevos lugares favoritos y secretos y mágicos. El premio a la curiosidad ante mis narices y mis ojos anonadados. La conexión entre todos los elementos de esto que soy provocada por sentirme parte de algo mucho más grande que yo.

Me senté sobre las rocas para empapar mis retinas con aquella maravilla y recordé la conversación que había tenido el día anterior con mi padre, que vive en la isla y es poco amigo de los teléfonos, con lo cual las charlas suelen ser en directo, qué bien. Me contaba de todos sus proyectos a una edad a la que la mayoría de la gente lleva más de diez años jubilada; me enseñaba fotos, emocionado. Le dije que no hiciera muchos planes, que no sabemos cuándo acabará esta mierda del bicho y él me contestó que eso que me mostraba le hacía ilusión, que él vivía por y para la ilusión, que solo hay una vida y que eso es lo único importante. Y se quedó tan ancho, como siempre.

No pude, ni quise, rebatirle. Porque a mis cuarenta y siete me estaba diciendo en voz alta lo que me ha demostrado desde que nací. Y así me va, que lo mismo aplaudo con las orejas por el estreno de la última peli de Marvel, que me da por ser escritora a los cuarenta o viajo hasta México para escuchar a mi cantante favorito.

La ilusión, el considerar la vida como un regalo y un milagro, la valentía como timón para llevarnos al lugar deseado son conceptos que se aprenden experimentándolos desde la cuna. De nada sirve que les teoricemos a nuestros hijos si nunca son testigos de la práctica. Porque todo se pega, la hermosura también. Y el respeto, la educación, la solidaridad, la libertad, la autenticidad, la bondad, la generosidad. Y el odio, la envidia, los complejos, el pesimismo, el miedo. Y la autoestima, la esperanza, el optimismo, el positivismo, la seguridad, el orden mental.

Desde que descubrí mi nuevo lugar favorito, secreto y mágico he vuelto a él cada mañana, porque así él día tiene otro sabor y otro olor. Se lo he contado a mis amigos, lo he compartido en redes: contagiemos la belleza, siempre, pero ahora más.

En un par de días volveré a Madrid y, lejos de lamentarme, encontraré la ilusión en otros rincones y otros amaneceres. Porque de eso va la vida. La única. La de verdad.