Las casas en las que hemos vivido cuentan cosas sobre nosotros: algo queda en los pasillos, en el alféizar, en el modo en que hicimos y deshicimos, en la forma sentimental de habitar el sillón preferido, en la lámpara torcida a posta. La casa vieja se lleva a la chepa como una memoria tortuga y pesa como las terribles estructuras faraónicas, pesa insoportable como la patria, como un saco de ladrillos soberanos que conocen la intimidad verdadera: cuánta sacarina le echamos al café, a quién llamamos primero cuando nos pasa algo, qué feos nos ponemos cuando lloramos o de qué modo enigmático nos miramos a veces desnudos en el espejo del baño al salir de la ducha, sin entender bien si nos gustamos un poco o somos ya otro mueble más del cuarto.

Es extraño: no sabe uno qué deja ahí cuando cierra la puerta para cambiarse de barrio, no sabe uno a qué renuncia cuando entrega las llaves como quien devuelve las armas. Desarrolla uno un romance con la casa, con el espacio que no traiciona, quizás el único lugar libre de fantasmas e hijos de puta. Qué cosa triste queda ahí, en el hueco de los cuadros.

Me da miedo ahora que mi casa de Quevedo hable, que, aprovechando que me he ido, un día se revele como un crucigrama y destripe todas las grandes fiestas en las que hace poquísimo fuimos tan jóvenes, y lo lleno que tenía siempre el minibar de las botellas inacabadas de mis amigos, y la virgen del Carmen mirándonos desde la repisa -reprobándonos pero bendiciéndonos-, y la niña que fui cuando entré aquí con un novio que ya ni recuerdo y empezó a escribir en un periódico muerta de vocación y de miedo. 

Lo cantó Krahe mejor que yo: "Yo, que pensaba, describiendo algún enredo, ir con mis letras tras la gloria de Cervantes, héteme aquí, tras la glorieta de Quevedo". Aquí hicimos el mejor after de la historia española reciente -el que le hubiera gustado a Sabina y a Ernesto Sevilla, pero que fue liderado por Nora-, aquí Carolina perdió un vuelo, Dani trajo vino y puros, Paula trajo flores, Ana trajo jamón y a Madueño le dio un amarillo por algo que no sé quién trajo. Aquí dormí con Marta las siestas y las noches y nos contamos los primeros secretos. Aquí le regalamos a Brais un cajón flamenco con la cara de Camarón; aquí Enrique se quedó encerrado en el baño y Cózar lo rescató.

Aquí las niñas nos prestamos ropa. Aquí lo tramamos todo, aquí vinieron los buenos, aquí amasamos toneladas de ansiedad moderna. Aquí me bañé cada día sentada en el suelo de la ducha para emular que era una bañera, aquí la máquina de café sonó como un cortacésped, aquí siempre hubo provolone y carpaccio comprado quince minutos antes para las visitas nocturnas improvisadas. Aquí Raúl y yo hicimos fiestas de pijamas que fueron aquelarres, confesionarios, museos, lunas de mieles. Aquí Ainhoa vino a traerme baos sin temerle a mis paperas y Sonia me hizo sopa para mis gripes hipocondríacas rayanas a la muerte. Aquí Sixto se fue a duchar antes de un concierto y se sintió una stripper.

Aquí me cuidaron mucho y yo hice lo que pude por ellos, que era compartirles mi desastre y abrazar fuerte el de todos. Aquí un espontáneo se me declaró dejando unas letrillas apasionadas en el panfleto de una manifestación antitaurina enganchado a un cuadro del salón. Aquí Dani Ramírez puso música clásica en medio de una juerga y bailábamos tan hondo que nadie se dio ni cuenta. Aquí mis porteros saludaban a cada persona joven que entraba por mi portal con un entrometido “¿vas a casa de Lorena?”: es un edificio de diez plantas. Aquí la vecina nos amenazó con un martillo por la ventana. Aquí siempre nos vieron venir y nosotros nunca fuimos de lo que no éramos.

Aquí lo escribí todo y aprendí a hacerme cargo de lo que había escrito. Aquí hicimos trinchera en el Erre que Erre y en el Oro y Plata hasta que apagaron las últimas luces. Aquí entro al estanco y no necesito pedir nada. Aquí conocí de verdad a mi hermana en los domingos largos. Aquí pasé mucho tiempo sola, felizmente sola, sola por elección y convicción: aquí aprendí a tratarme y entendí cosas horribles y hermosas de mí misma, descubrimientos domésticos y asaltantes, y siempre me perdoné y me di ánimos, porque aquí fue que supe que me quiero.

Aquí me escribieron un disco. Aquí comprobé que desde el anarquismo podía construirse un hogar. Aquí me pillé como una perra enferma por un hombre, aquí le miré muchas horas, sin poder dormir, aquí viví ese parque de atracciones del romance coplero y radical, pero eso nunca importó, no importó lo suficiente cuando me dijo que quería vivir conmigo y se me abrieron solos los labios: “No, yo vivo sola”.

Aquí vino mi madre a salvarme. Aquí nunca hay nada en la nevera, sólo cervezas, pero desde hace poco, por una razón muy concreta, también hay zumo de naranja y helado y todo huele a comida casera: eso sí es amor, y se lleva a cualquier sitio.