Con un gobierno de España, no hace ni medio año, preocupado por el número de “géneros” que caben en la cabeza del Ministerio de Igualdad, de repente, nos sorprende, cual turcos entrando en Constantinopla, un virus que pone patas arriba la vida social de los españoles, con confinamiento, casi bíblico, en sus casas y cese de la actividad económica y laboral.

La vertiginosa sociedad de consumo, con su ritmo trepidante, se convierte, súbitamente, en una Tebaida, y todos a enclaustrarse bajo la regla (en este caso, doméstica, no monástica) establecida en los distintos reales decretos del gobierno. Noli foras ire

Con el final del confinamiento, y la reanudación, a medio gas, de la actividad económica, y todavía de imprevisibles consecuencias, cualquier planificación a medio y largo plazo, para familias, para empresas, para los propios Estados, se vuelve muy complicado más allá de unos meses (y hay que tener en cuenta que la economía funciona con la fe, la esperanza y…el crédito).

El caso es que no hay pronóstico cierto de ningún tipo acerca de una recuperación económica que nos sitúe en índices parecidos a la situación anterior, y es claro que, cuanto más tiempo pase, esa situación anterior se vuelve -quizás ya lo sea- más quimérica.

Ahora los gobiernos, el de España también obviamente, tienen que administrar políticamente una situación con una dinámica económica bastante loca (con los parámetros y modelos de la ciencia económica desbordados), y con la posibilidad, impensable hace menos de unos meses, de un colapso social y económico sin precedentes.

No deja de ser sorprendente que grandes potencias, como son EEUU, China, Rusia, con aspiraciones imperialistas, se hayan visto completamente superadas por la situación, aunque, también es verdad, que nada había -ni hay- en el sistema, hablando globalmente, que garantice la recurrencia del propio sistema. Un sistema geopolítico por lo demás que no es armónico, sino polémico (en que todos pugnan por sobrevivir).

En agosto de 2020 somos siete mil quinientos millones de individuos humanos desigualmente divididos en doscientas y pico soberanías, y que necesitan recursos ingentes para mantenerse y, si acaso, prosperar en el propio sistema geopolítico. Y el caso es que los recursos y bienes solo hay tres modos de adquirirlos -y nada más que tres-, bien depredándolos sobre el medio sin más; bien produciéndolos; o bien, por último, adquiriéndolos en un mercado, es decir, comprándolos.

Para que el sistema se mantenga tienen que cumplirse estos ciclos de disponibilidad y consumo de recursos, con todas las variaciones que se quiera, y cumpliéndose no de un modo homogéneo, por supuesto, sino desigual y diversificado, con desequilibrios y reajustes, y, además, a través de la mutua competencia entre estados, que luchan por esos mismos recursos.

En la actualidad, sobre todo tras la caída del bloque soviético y las reformas de Deng Xiaoping en China, hay cierto consenso en reconocer como “capitalista” al modo de producción actual, sea dicho con cautela porque no es concepto éste, ni mucho menos, unívoco (Luis Carlos Jiménez Martín acaba de sacar un libro sobre ello que, sin duda, arrojará mucha luz al respecto).

Pero, insisto, no existe nada en el sistema -en realidad un conjunto de subsistemas- que asegure que dichos ciclos se cumplan, de tal modo que puede, perfectamente, colapsar, en distintos grados, e, incluso, totalmente. Basta introducir una amenaza vírica lo suficiente virulenta, como lo es el coronavirus, para que el colapso sea una posibilidad nada remota, sino muy real, incluso a la vuelta de la esquina.

El problema añadido para España, además, es que el presidente de nuestro gobierno, Pedro Sánchez, se encuentra con una necesidad de unidad de acción del Estado, para tratar de embridar la situación, y que esta no se desmande totalmente, de la que ha estado, sin embargo, renegando para poder llegar a donde está. De tal modo que ahora tenemos un Congreso y un Gobierno lleno de elementos troyanos, cuya trayectoria ha sido la de dinamitar la Constitución y la unidad de ese Estado, y con los que Sánchez quiso -y lo hizo- pactar y negociar para acceder al gobierno.

De esta manera Sánchez ha contribuido a dinamitar un Estado que, sin embargo, ahora necesita unitario y centralizado, para ponerlo en funcionamiento a todo tren. Se quiso subir, y lo hizo, al caballo ganador desde el punto de vista parlamentario, de la “España plural”, de la “nación de naciones”, y ahora se encuentra con un Estado, el autonómico, que actúa desconcertado y despilfarrando recursos en naderías identitarias, sean de “género” o hechodiferenciales (en León han aprobado cambiar la cartelería del nombre de las calles para que este figure también el llionés), cuando urge dirigirlos hacia el sistema sanitario, para controlar la pandemia, y hacia la economía, para evitar su colapso.