Después del obituario de Iglesias y de su partido, del del Emérito hacia el paraíso coránico, toca ahora el de CAT. Sabe uno que hay estrategias por medio, que Cayetana era única y así había que tomarla... o que dejarla.

En el fondo, el PP se ha quitado un lastre ideológico porque, acaso, de eso se trataba. En todo este tiempo, Cayetana vino a sacarle los colores a las baronías del PP -que sufren lo suyo y cuentan versos con los dedos-, pero también, y esto es lo que le honra, al calostro moral del PSOE-A, que es el de Carmen Calvo, Chiqui Montero y hasta Rufián, que no es ni socialista ni andaluz pero, en lo que nos ocupa, como si lo fuera.

A Cayetana Álvarez de Toledo y a los marquesados no los quiere esta España que se arroja al afrancesado con una navaja cachicuerna desde las farolas alfonsinas. Lo cierto es que una intelectual para vencer al sanchismo era un error de estrategia, pero a los mayéuticos nos gustaba ver cómo CAT confundía a las neuronas populistas y las llevaba a un punto de no retorno. A una implosión mental cuyo estruendo se dejaba sentir más allá de Medina de Rioseco.

Me decía Manuel Alcántara que las mejores personas no suelen dedicarse a la política y que la política es noble vocación, ay, si se abandona pronto. Lo único que sé en este medio harakiri agosteño del PP es que Almeida va a aportar, y mucho, desde su portavocía nacional.

Almeida, fueraparte, tenía que trascender Madrid, que es ciudad que desgasta hasta los reyes -Carlos III- o te convierte en un elemento más de su paisaje urbano y chipén, como vimos que pasaba con Álvarez del Manzano y ese fotógrafo/llavero que siempre lo acompañaba: a sol y a sombra. 

Que al sanchismo hay que ganarle sin ideas puede ser una estrategia tan válida como cualquier otra. Yo ya no creo ni en las catarsis, ni en las personas. Ni en otro proyecto que pase por confinarme, de nuevo, en una covachuela.

Lo de Cayetana tuvo fácil la entrada y difícil la salida. Como el amor, como la vida.