Pese a las diatribas que se han lanzado contra ella en más de una ocasión, la legislación española sobre partidos políticos es bastante generosa y razonable. Es generosa porque permite que un partido político sea legal incluso si su ideario se opone a principios centrales del orden constitucional vigente o propugna desbaratar y desmembrar la nación bajo cuya ley se organiza. Es razonable porque sólo impone el límite de que el partido político en cuestión no admita la violencia o la acción delictiva como forma de promover sus ideas o llevar a cabo su programa.

Sin duda, la combinación de esa generosidad, ausente en los ordenamientos jurídicos de otros países de nuestro entorno, y esa razonabilidad —validada además por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuando alguien quiso cuestionarla—, es uno de los argumentos principales por los que los más prestigiosos observatorios internacionales incluyen a la democracia española entre las pocas que pueden considerarse plenas, de todas las que en el mundo son o proclaman ser.

Gracias a esa ley de partidos políticos, un partido como EH Bildu, que cuenta entre sus cargos electos con personas en su día condenadas por terrorismo, que se limita a no apoyar ya la violencia —escurriéndose cuando se lo emplaza a renegar de la que en su día hubo—, que pretende la ruptura del Estado y que se dedica a desprestigiarlo siempre que puede, no sólo concurre a las elecciones sino que dispone de plena libertad para lanzar sus mensajes despectivos contra España y cuanto representa desde la tribuna del parlamento en el que están representados todos los españoles. Aunque a muchos de ellos les moleste.

Con un partido así, cualquiera que considere válidos los principios que articulan nuestra convivencia tiene muy difícil llegar a ninguna clase de acuerdo. Ahora bien: de ahí a menguar sus derechos, silenciar a sus portavoces o hacerlos de inferior condición, media un trecho que, mal que pese a algunos, sólo se podría recorrer previa renuncia a esa democracia plena que nos complacemos en tener y en que otros digan que tenemos.

Pues bien, algo semejante es lo que se ha llevado a efecto en el parlamento vasco, al reducirle a la portavoz de Vox el derecho a expresarse en la cámara a la tercera parte del que tenía otro diputado en su misma situación. Es Vox un partido que no nos gusta a muchos, entre otras razones porque respecto de cierta forma de violencia política padecida por los españoles, la que ejerció el régimen franquista, tiende a ser algo tibio y alguno de sus representantes ha llegado a mostrarse incluso comprensivo. También se le conocen algunas posiciones contrarias a lo que muchos creemos que son principios de nuestra convivencia. Sin embargo, no desafía la legalidad, ni consta que haya aceptado que la violencia o el delito puedan ser herramienta política.

Es muy comprensible que muchos consideren que con Vox no pueden alcanzarse acuerdos de fondo, al menos mientras sus representantes se mantengan en esas posiciones ideológicas. Lo que está por completo fuera de lugar es menoscabar de manera arbitraria los derechos políticos de sus cargos electos y de sus votantes. La decisión del parlamento vasco instaura en Euskadi una democracia de baja intensidad, notoriamente incompatible con la democracia plena de la que nos hemos querido dotar los españoles. Los tribunales tendrán que deshacer el entuerto.