El verano empezó raro ya que un bicho nos robó la estación anterior, de hecho, anda acechando a ver si nos joroba también esta. Esperemos que no, o al menos no del todo. Porque junto a este calorazo que algunos tanto odiamos, reside la chispa y la magia de algo que se parece a la juventud, o que lo es. Bañarnos, sea en mar, río o piscina; caminar descalzos; vivir despeinados porque hay cosas más importantes que hacer, como dormir la siesta o beber gazpacho y horchata a todas horas; priorizar el terraceo con los amigos, como siempre, y como nunca, porque la incertidumbre, por bien que la gestionemos, nos mantiene alerta. Todo esto en el mejor de los casos. El peor mejor no mencionarlo.

Habrá quien no pueda irse de vacaciones por los manotazos de la debacle económica, quien haya estado teletrabajando durante los últimos seis meses, con los niños en casa y sin ningún tipo de ayuda. A ver qué les contamos a esos padres si en septiembre los colegios siguen cerrados, no como los campamentos de verano, que increíblemente comenzaron a las pocas semanas de que acabara un curso que casi no existió, y los bares de copas, que se han convertido en el mejor amigo del bicho y de su difusión.

A lo que íbamos, vaya verano más raro. Por fuera, porque la libertad cercenada va en contra del humano feliz. Porque probablemente pasarías, como siempre, el verano en el pueblo de tus padres, o en Santander, o en Tarifa, pero justo ahora te apetecía visitar las capitales nórdicas, o Alaska, o Japón. Porque el ligoteo se ha complicado hasta límites catastróficos: con la mascarilla no te ves las caras; sin ella la gente te da miedo; el contacto físico se ha enrarecido y con razón; lo de morrearse es delito y es peligro. Y un verano sin ligoteo no es un verano como Dios manda, para los solteros, al menos.

Por dentro, al menos a mí, la melancolía de los veranos pasados me anda pellizcando el esófago día sí y día también. Quiero volver a ese Nueva York que prometí no pisar más en agosto porque me ahoga el asfalto ardiendo, pero echo de menos mis horas escribiendo en Le Pain Quotidien de Broadway con la 21, con el Empire State contemplándome; mis noches con las amigas que viven allí, callejeando muertas de la risa, sin mascarilla, claro.

Extraño enormemente las cenas con los compañeros del colegio de mi pueblo de la Costa Brava, nuestras anécdotas, las risas, los códigos que uno solo comparte con quien conoce desde los cinco años. Espero el momento idóneo para ir a verlos, pero ese es el problema, que mi momento idóneo es el que a mí me dé la gana, no en el que sea menos probable que me contagie, o que me confinen, o que vete tú a saber, porque lo más raro puede pasar. Porque ya ha pasado.

Los que somos optimistas por naturaleza (o por educación, o por suerte) nos convencemos de que los veranos soñados, no solamente volverán, sino que mejorarán, porque todo se disfruta más cuando es momentáneo, y hemos aprendido que el disfrute sin límites puede serlo. Pero el optimista confía en su capacidad, en hacerlo mejor a la próxima, en que lo que depende de él va a salir bien y, si no es a la primera, será a la tercera. Ahora la incertidumbre nos joroba bastante el panorama, porque no sabemos quién conduce este tren; desde luego no es nadie humano. No hay nada que yo pueda hacer para asegurar mis veranos futuros porque el control lo tiene un bicharraco asqueroso.

Entonces miramos hacia los científicos; sí, esos a los que hemos ignorado hasta ahora, convencidos de que sus superpoderes (y no los presupuestos ridículos que se asignan a la ciencia en este país) obrarán el milagro y les suplicamos que nos saquen de ésta, que nos devuelvan nuestros veranos y nuestras primaveras; nuestras vidas. Me convenzo a mí misma de que lo harán, por mi optimismo y porque en ello están, día y noche. Cruzo los dedos y les rezo. A veces les entrevisto, esperanzada, anhelando las palabras mágicas: lo tenemos. De momento no ha podido ser. Esperemos que sea y que después, y desde ya, les valoremos como lo que son: nuestros salvadores.