Supongo turbada a Su Alteza Real por los recientes acontecimientos. Más allá del significado histórico y de las consecuencias que para la Monarquía tendrá la salida de España de Juan Carlos I, me conmueve imaginar cómo una niña de 14 años encaja el adiós precipitado de su abuelo, en una familia que ha ido menguando paulatinamente a golpe de escándalo.

Llevan razón quienes ven privilegios en la monarquía, así su carácter hereditario. Para ser rey no hay otro mérito que la cuna. Pero me hago cargo de que es una profesión que condena de por vida a una jaula de oro. Desde la infancia. ¿Cuántas veces ha soñado con apartar la servidumbre de ser Princesa de Asturias para cambiarse por una compañera de curso?

Cuando España entera no habla de otra cosa, ¿cómo le explican que quien la apadrinó en el bautizo tuvo que abdicar, primero, en medio de un lío de faldas, y ahora ha de abandonar su casa perseguido por los millones que ocultó en un banco suizo? 

¿Quién le enseña que la lógica reprobación a una conducta inadmisible en cualquiera, pero imperdonable en quien era Jefe del Estado, es aprovechada por una parte del Gobierno para alentar un cambio de régimen que pone en peligro la propia convivencia social?

¿Quién le convence de que las trapacerías de su abuelo no salpicarán a su padre, el Rey, y pondrán en riesgo la institución que está llamada a heredar y que es consustancial a la democracia que disfrutamos -y a veces padecemos- desde hace cuatro décadas? 

¿Cómo le hacen entender, también, que muchos de los que acusan a su familia de encarnar un ente medieval y que exigen su abolición en nombre de la igualdad y la justicia invocan derechos históricos para defender fueros y privilegios feudales?

Ah, los demagogos. Decía Ortega que han hecho caer civilizaciones sacando de quicio a la gente: "Como el hombre es el animal que ha logrado meterse dentro de sí, cuando se pone fuera de sí recae en la animalidad". Y sobreviene la catástrofe.

La beatería republicana, con sus tópicos, toma el relevo de la beatería juancarlista, pero aquella arrastra el resentimiento entre sus faldones. Basta oír unos minutos a algunos antimonárquicos para percatarse de que su república es un pretexto para la venganza y el ajuste de cuentas no se sabe muy bien con quién. ¿Los ricos? ¿Los poderosos? ¿Los que piensan distinto? Ya escribió Zambrano que el mismo pueblo de París que reverenciaba a la diosa Razón no se saciaba de ver funcionar la guillotina.

Ojalá Su Alteza Real extraiga las mejores lecciones de las circunstancias que hoy le toca vivir, para cuando llegue su turno. Pero sobre todo que sea feliz. Y yo que lo vea.