Leer los periódicos y mirar la calle enfrentan realidades disímiles a la hora de calibrar el impacto del virus en nuestra vida.

La prensa constata un aumento alarmante de los rebrotes asociados a la promiscuidad del ocio y el hacinamiento de los temporeros. La calle alumbra el relajo de la prevención y el distanciamiento a costa de la amabilidad y la calma de los camareros. Entre uno y otro ámbitos se extienden la memoria del miedo, que es corta y estúpida como el asombro de los pulpos, y el eco de los aplausos de las ocho, que se ha vuelto lejano y huidizo como una bandada de pájaros.

Es asunto complicado preguntarse entonces qué hemos aprendido como sociedad 45.000 muertos después, o si hemos evolucionado en verdad desde la edad antigua o el medievo, cuando las plagas se combatían sajando carneros en ceremonias sacrificiales y haciendo plegarias en las sacristías.

La eventualidad de una nueva ola covid y la temeridad de los adolescentes tensionan las sobremesas de la brisa y los licores en busca de culpables y soluciones salvíficas. Unos culpan a los veraneantes y proponen multas y confiscaciones a padres y educadores; otros señalan al Gobierno sin más razones ni argumentos que una inquina renovada en la costumbre de las libaciones; y los más ebrios se ponen la mascarilla por montera para arrojar teorías conspiranoicas contra Bill Gates, las vacunas y la invasión de los cuerpos con nanotecnología china o rusa. Tampoco faltan quienes abogan por levantar muros y echar inmigrantes mientras barruntan un fin del mundo transido de plagas y cuerpos dolientes como en los avernos de El Bosco.

Entre las muchas ventajas de hacerse abstemio destaca una reconsideración en torno a la naturaleza falible del ser humano y su capacidad inagotable de esgrimir tontunas sin menoscabo aparente de la apostura y el amor propio. Entre las pocas desventajas, la vergüenza retrospectiva y una desconfianza creciente no ya respecto del futuro sino sobre el presente.

La semana principió con la buena nueva de la mutualización de la deuda europea, los 142.000 millones de euros para nuestro país que fraguó el presidente Sánchez en las cancillerías y la alegría frugal de la oposición, que acariciaba el sueño de la subyugación de España para estrangular al Gobierno.

Sin embargo, todas estas buenas noticias enfrentan ahora el delicado momento de recordar, con pan de dolor y una escalada de los contagios, que seguimos siendo vulnerables, que el virus acecha la salud pública como los lobos hambrientos al rebaño, y que ni todo el oro de Moscú ni unos presupuestos de reconstrucción servirán de nada si cada uno de nosotros no asumimos nuestra responsabilidad para gestionar esta hora nuestra, que sigue siendo grave. Feliz verano.