Después de confinarse en primavera, la UE quiere volver a la vida, pero no sabe. Se centra estos días el debate en si debemos o no desear que Holanda nos imponga condiciones para acceder a los fondos de recuperación. Quien no se fía del tándem Sánchez-Iglesias desea que gane Rutte. Quien es votante de ese bloque, considera al holandés un villano que nos quiere humillar.

Como si aún le dolieran en su cuerpo enjuto las lanzas y sables de los Tercios de Flandes.

No le falta razón ni a unos ni a otros. Pero sí les sobra nacionalismo. Y poca visión europea. No les culpo, es la misma cantinela suicida de los 27 gobernantes que deciden por nosotros, solitos en la sala de Bruselas: no se creen la U, y sólo geográficamente la E.

Es cierto que somos un país manirroto en nuestras cuentas públicas. Pero también, que los más de 30 años de fondos estructurales y de cohesión los hemos gastado, bien, en darle la vuelta como un calcetín a la España paleta, ignorante y pobre que heredamos del dictador: en buenas carreteras, maravillosa sanidad, una mejor educación y mayor protección social.

Aunque es verdad que en algunas de esas partidas actuamos como un país rico mientras no poníamos en marcha un solo programa que industrializara España y la pusiera a la cabeza de la innovación en algo. Para ser ricos un poco de verdad.

Pudimos serlo, por ejemplo, en tecnología para energías renovables, líderes mundiales en el asunto incluso. Nuestra orografía nos lo alienta, tenemos las empresas... pero no el plan. Y vendimos.

Aunque volvamos al inicio del asunto. Se sentaron los 27 jefes de Estado y de Gobierno este fin de semana alrededor de la mesa del Consejo y todos tenían el mismo poder: con uno que dijera no, todo se iba al carajo. Incluso si ese uno venía de, qué sé yo, el Gran Ducado de Luxemburgo, pequeño, rico y con menos habitantes de los que caben en Vallecas y Carabanchel.

Hace una semana, Pablo Echenique arremetía contra la "insolidaria Unión Europea" y se preguntaba en alto qué hacer ante esta cerrazón, lejana a los valores fundacionales de la bandera azul con estrellas doradas, "unidos en la diversidad".

En realidad, es muy sencillo: hay que ceder soberanía. Creernos que unidos estamos mejor es dejar que la decisión sea de todos. Nunca será perfecta una entidad supranacional de 27 países que estuvieron siglos matándose por sus fronteras y dinastías, pero somos una unión, no una suma. Mientras los grandes pasos del todo los manejen las partes, unos reyezuelos que actúan en función de sus intereses nacionales -o peor, electorales-, no habrá nada que reprocharle a Rutte, Löfven, Kurz y los demás: sólo juegan sus cartas bajo las reglas establecidas.

Europa necesita un Parlamento fuerte, que decida bajo el mandato directo de sus 450 millones de habitantes. Y una Comisión con capacidad ejecutiva, elegida por la Cámara, para que rinda cuentas. Y si tiene que haber un Consejo -que parece imprescindible y hasta conveniente-, sea éste un Senado de notables, como el de la vieja Roma, para ratificar las normas que nos hayamos dado en comicios, por encima de ellos.

Entretanto, si no, será un ente que se cree moribundo sin saber que, en realidad, murió en la primavera del virus.