El tiempo se mueve especialmente denso en estos días en los que parece que no pasa casi nada, aunque en realidad esté ocurriendo de todo. Será por el calor, o más bien, por la sensación ya inamovible de que el verano no sólo no ha vencido al coronavirus, sino que ha perdido la batalla contra él. El Covid-19 ha devorado la amenaza -si algún día lo fue-, de las altas temperaturas sin apenas inmutarse, y sin la menor vacilación.

Tras las mascarillas que llevamos se protege uno del Covid, pero también se ausenta un poco de la vida. Al menos, de la que solíamos llevar. Esa que parece que ya no regresará. ¿Éramos felices entonces? No especialmente, pero eso no significa que no nos atrape la nostalgia de un periodo tan distinto: parecía inofensivo. Al menos, aquella era nuestra vida, esa con la que habíamos tratado siempre. La pactada, la comprometida. La única que conocíamos.

Entonces, parece ya hace tanto, podíamos desplazarnos a donde quisiéramos, abrazarnos a desconocidos en las discotecas, tocarnos en los conciertos, incluso respirar todos juntos en recitales de poesía. Acudir a los restaurantes y ver a las familias sentadas una al lado de otra, como si pudieran ser una misma.

No habíamos sufrido aún una tragedia que ha provocado cerca de 30.000 fallecidos oficiales y otros 20.000 no contemplados, pero tan muertos como los primeros. Aún no sabíamos que no era cierto que tuviéramos el mejor sistema sanitario del mundo, si bien sí contábamos con profesionales de la salud a la altura de gigantes. Unos hombres y mujeres con una entrega tan contundente como, casi, inexplicable; todos aquellos a quienes sólo se les ha reconocido con unos cuantos aplausos sincronizados y sentidos, algún premio y otras alusiones innecesarias y frágiles.

Se jugaron la vida, la suya y la de sus familias; pero ahora, aunque el virus nos amenace mostrando una tenacidad que no estamos valorando en su medida más justa, todo aquello ha pasado a otro plano, a uno más cercano a la indiferencia, cuando no el olvido. Ya no tenemos tanto miedo, así que muchos quizá piensen que bueno, quizá no haya sido para tanto. Al fin y al cabo, que los sanitarios levantaran sus escudos y auxiliaran a la población en primera línea constituía, en realidad, una de las exigencias elementales del trabajo que escogieron.

La huelga indefinida de los Médicos Internos Residentes en Madrid pone de manifiesto que las necesidades mínimas en el mundo sanitario se hallan muy lejos de ser consideradas. Y que la sociedad, y sus gobernantes, dispone de una capacidad enorme para el abandono, solo un tiempo después de un ligero desvanecimiento de la necesidad. Como si nunca más fuera a ocurrir.

Los MIR de Madrid demandan unas condiciones dignas. Aunque ellos y otros como ellos defiendan la salud de los demás, a estos profesionales en formación no hay quien los proteja. Y eso que no está claro si el sistema sanitario podría realmente funcionar con las suficientes garantías sin su participación.

No pretenden conducir el coche de los futbolistas más renombrados; ni disfrutar de las vacaciones que se les supone a los personajes que habitan las revistas del corazón. Sólo buscan un poco de lógica al respecto de las horas de trabajo, la remuneración y los medios que precisan para desempeñar su función en la sociedad.

Ahora que por fin llega el homenaje de Estado a quienes perdieron la batalla contra este virus, entre ellos un elevado porcentaje de médicos, enfermeros y auxiliares, cobra aún mayor sentido reconstruir el cosmos de los soldados sanitarios y colocarlo en el lugar pertinente. Ojalá que no tenga que recrudecerse esta pandemia, o llegar otra, para que nos demos cuenta de ello.