Afirmar de alguien que es un necio, además de injurioso, resulta arriesgado, imprudente y puede acabar delatando que es quien lo afirma el que no anda sobrado del discernimiento que da en negarle a otro. Ya dijo Descartes que la inteligencia está mejor repartida de lo que suele pensarse, y la experiencia de la vida enseña que cada uno tiene su talento y su perspicacia y no conviene ignorarlo: más de un sabihondo se permite tomar por tonto justamente a aquel que acabará dándole una lección.

Especialmente peligroso es reputar necio a quien se tiene por adversario o representa ideas o intereses contrarios a los propios; en especial, si con esa representación llega a ostentar alguna posición de relieve. Son muchos quienes codician tales sillones, y quien acaba asentando sus posaderas sobre uno de ellos, por torpe y estrafalario que pueda llegar a parecer, alguna maña o algún mérito habrá debido exhibir para poder imponerse a los competidores que deseaban y no lograron ocuparlo.

Ahora bien, que uno no sea un necio no quiere decir que no pueda en un momento dado decir o hacer necedades, incluso de las más gordas. Ya nos lo advierte otro ilustre pensador francés, Michel de Montaigne, cuando razona en sus Ensayos que nadie está exento de decir una estupidez, por lo que aconseja no ser en exceso pomposo, no vaya a ocurrir que la solemnidad envuelva una majadería y aumente así el ridículo de producirla, mientras que una sana discreción contribuye piadosamente a que pasen más inadvertidas nuestras inevitables meteduras de pata.

Nos cuidaremos mucho de sostener aquí, por todo lo dicho, que el molt honorable president de la Generalitat de Cataluña, Joaquim Torra, sea un necio. Tiene estudios, ha sido editor, ha escrito libros y lleva ya un par de años dirigiendo el gobierno de su comunidad, aunque lo haga como vicario de un prófugo al que insiste en reconocer como president verdadero y su superior legítimo. Posee una capacidad oratoria y dialéctica por encima del promedio, aunque la ponga al servicio de ideas de dudosa consistencia epistemológica, como la superioridad de un pueblo sobre otro o la de una persona por hablar o no tal lengua.

Sin embargo, y según lo expuesto, ello no obsta para que quepa calificar de necedad insigne su reciente afirmación de que los estragos de la pandemia del COVID-19 en la comunidad que gobierna "son culpa de Madrid". De entrada, resulta difícil cargar a ese trozo de territorio comprendido entre el Sistema Central y el Tajo, o a sus habitantes, las muertes y el quebranto debidos a una infección vírica que está asolando el mundo entero. Pero aun si se entiende la frase en sentido figurado, y a Madrid como representación metafórica y siniestra del poder central, dentro de la organización territorial del Estado, necio es que quien tiene la responsabilidad de gestionar y proveer el sistema sanitario trate de escurrir el bulto pasándole la patata carbonizada a quien sólo ha podido coordinar in extremis la emergencia.

La necedad alcanza su máxima expresión por el contexto en que se produce: cuando el que imputa a otro el desastre propio ha recuperado la plena gestión de sus competencias y ello acaba de traducirse en un rebrote incontrolado de la epidemia en su territorio, que resulta ser además el más alarmante de los que se registran en todo el país. Por un momento, a uno le asalta la duda de si quien se permite tal derrape no estará tomando por idiotas a cuantos le escuchan, y muy especialmente a cuantos le siguen y suscriben sus postulados ideológicos. Sea como fuere, necedades como esta son lo último que se necesita. Lo último que les sirve a los ciudadanos de Lleida, otra vez confinados.