Hace un par de días, les pregunté a mis seguidoras en Instagram qué decisiones habían tomado durante esta cuarentena, si el hecho de estar encerradas en casa había supuesto un antes y un después respecto a la inercia existencial en las que muchas veces nos vemos atrapadas.

Las respuestas fueron variadas, pero hubo tres que se repetían muchísimo: he decidido separarme (que levante la mano el que no conozca a alguien en esta situación), voy a convertirme en mi prioridad y dejaré (o he dejado ya) mi trabajo.

Nada que me sorprendiera, la verdad. Día tras día, recibo mensajes de personas que, atrapadas en su propia vida, no ven por dónde escapar. El encierro, a algunos, les ha asomado a un abismo al que no quieren caer. Esos son los afortunados. Otros llevan años lanzándose al vacío día tras día, convencidos de que esa es la única alternativa.

El miedo a lo desconocido nos deja ciegos, sordos y gilipollas respecto a nuestra propia infelicidad, pero hay otro factor que se lleva la palma en la parálisis vital: qué van a pensar de mí. Qué dirán si despierto del letargo y empiezo a caminar en dirección contraria a la que se supone que venía establecida de serie.

Sin darnos cuenta, nos inventamos conversaciones, reproches, decepciones. Decido que mi entorno sufrirá consecuencias catastróficas si practico el libre albedrío. Les haré mucho daño. Soy mala gente.

La ignorancia de que el límite de esto que somos se encuentra en esto que somos y de que no tenemos ningún poder real sobre las emociones del prójimo (aunque ellos intenten convencernos de que sí), nos transforma en marionetas de un ente indeterminado. El convencimiento de que ser los protagonistas de nuestra propia historia es un acto de egocentrismo y maldad nos diluye en aquellos a los que dedicamos horas y pensamientos.

Qué premiada está la entrega absoluta a la maternidad, al trabajo, a la pareja, al cuidado ajeno. Pero es que jamás deberíamos entregarnos a otros, abandonar nuestros deseos, nuestra alegría y nuestra esencia en manos de un entorno que se convierte en responsable de todo lo bueno y todo lo malo.

No tengo tiempo, no sé lo que quiero, no sé quién soy ni para qué he venido a este mundo. O sí lo sé: para ayudar, para hacer felices a los demás, para dar sin recibir. Aplausos, vítores. Y luego, el silencio abrumador. Nadie nos acompaña cuando el ruido desaparece y dentro tampoco encuentro nada porque he dejado mis trocitos desperdigados en las vidas de otros.

Y llega la cuarentena, tan surrealista e inesperada, y la rutina se convierte en un hostión de realidad insoportable. Qué alegría no aparecer en la oficina durante meses, qué insoportable estar junto a mi pareja durante meses, me he dedicado a saber quién soy y qué quiero durante meses.

Y catapúm: después de comerme el tarro durante mil noches, lo digo en alto y espero, resignado, las pedradas que solo llegarán si estoy dispuesto a recibirlas. Que llegan, mayoritariamente, de mi propia mano. Porque los prejuicios ajenos rebotan cuando eres libre de los propios, porque el qué dirán te ahoga en la medida en la que tú te sientes culpable. Y la culpa no sirve de nada, no es protectora como el miedo, o reconstructora como la tristeza. La culpa es una mierda.

No hay cambio sin esfuerzo. Cruzar los dedos de nada sirve si permaneces inmóvil esperando a que alguna fuerza divina solucione tu desastre por ti. Bienvenida sea la catarsis tras la debacle, el volantazo, el giro de guion, el mundo por montera, el Diego en lugar del digo, una y otra vez. Los sabios que rectifican y vuelven a rectificar, la equivocación. Probemos una vida y luego otra y otra más, para ver si nos quedamos con alguna, o con ninguna. Que sea de nuestra talla. Que no nos la presten, porque en algún momento, inevitablemente, tendremos que devolverla.