Dicen que la luna miente, y desde que lo sé, sólo así soy capaz de averiguar si está menguante o no. Pensaba en esto al mirarla este viernes noche recortada sobre el hermoso cielo de Madrid. También dicen que aquí tenemos el más bonito del mundo. Y yo lo creo.

Había quedado a cenar en el centro, a la salida del curro, en una terraza en la que noches atrás decidí, a pesar de la mascarilla, que una camarera era guapa. Tiene gracia cómo nos ha cambiado el paisaje y el paisanaje y lo rápido que hemos aprendido a vivir detectando sonrisas que no vemos.

Hablando con Sara, entre las costillas de atún y la tarta de queso payoyo, pegando la oreja para entenderla tras el apósito, me acordé de que la Gioconda también miente, que su sonrisa no es verdad, que está en su mirada. Y de que siempre que voy a París, a pesar de todo, voy a visitarla... debo de ser un romántico, porque si una mirada me sonríe, pido otra ronda.

La primera vez que visité la ciudad en la que me retiraré a degenerar algún día acababan los años 80. Anduve los larguísimos pasillos que llevan a la sala de la Mona Lisa, y entre tanta muchedumbre tirando fotos con cámaras aún analógicas, de lejos, con ese cuadro tan pequeño, enmarcado y en una urna, sólo se veían sus ojos.

Llevaba en las orejas mi walkman, claro, en aquellos años, baladas con eco, estribillos prefabricados y cajas de ritmos... himnos coreados por tíos flojos con gabardina ancha y flequillo encalado grabados en cintas de cassette. Todo muy igual, todo muy falso.

Pasaron los años, me salieron canas y unas gafas, además de alguna arruga, cuando volví a caer en el poder de la sonrisa: estaba en un mercadillo buscando un regalo para otra amiga que se iba. Y cuando le entregué la baratija, entendí que en realidad estaba buscando su sonrisa, una más de la muchacha que mejor las usa.

Cuánto engrandece alguien bonito a tu lado, ¿verdad? Eso es lo que queda, en realidad.

Esta semana, tomando esa copa con mi mejor amigo en la "nueva normalidad", hicimos migas con Sara, que sólo deja ver sus ojos cuando te recibe, al salir a la terraza para recomendar lo que hay fuera de carta... o cuando al acabar el turno vino a despedirse. Ni Leonardo habría sabido dibujar cómo sonreía esa mirada.

Quedó claro que quizá sea simpática porque es su trabajo, pero que no engañaba como la luna cuando decidió sentarse con nosotros para seguir la noche un rato más. Y cuando, a la segunda copa, se descubrió y hablamos de historia, literatura, música, política y periodismo. De España, de Italia y de psicología, de whisky, depresiones y arte dramático.

Este mundo mentiroso y de fachada nos fuerza a pensar mal para acertar más, y las prevenciones sanitarias del bichovirus nos ponen aún más difícil descifrar las verdades. Pero quizá sea cierto que los ojos son el espejo del alma y uno pueda dejarse llevar por las sonrisas sinceras, aunque estén escondidas.

Al llegar a casa le dije a Max que volveremos al garito el finde que viene, con los niños esta vez, y que me avisara al llegar a casa. Nunca quieres tanto a alguien como cuando le pides eso, seguir viviendo juntos. Y aquí estoy de madrugada, la luna ya se ha puesto y sólo espero a que el tipo con el que he pasado las peores verdades de nuestras biografías me mande su guasap: "Vivito y coleando, todo bien... abrazo, amigo".