He dado la bienvenida a la Nueva Normalidad viajando. Para que no me lo cuenten. Para saber de primera mano qué es lo que nos espera en nuestros desplazamientos interprovinciales a partir de ahora.

No, no es cierto. En realidad la Nueva Normalidad me ha pillado casualmente viajando porque ya no aguantaba más quieta. Si algo he aprendido yo estos meses -que no tengo claro haber aprendido gran cosa- ha sido que echo de menos la libertad deambulatoria -bendita sea- y los bares más que a mi madre. Pero no lo admitiré nunca porque podría parecer superficial. Y porque mi madre podría retirarme la palabra y desheredarme.

El caso es que he experimentado lo que es viajar en esta nueva etapa nuestra -con lo bien que estábamos nosotros en la vieja- y no es bonito.

Puerto de Barcelona. 21:00 horas. Todos con mascarillas, manteniendo una distancia de dos metros entre nosotros, lo que convertía la cola en muchísimo más larga y desalentadora de lo que ya era. Nos disponíamos, pacientes, a subir a un bus que nos acercaría hasta donde estaba atracado el barco rumbo a Mallorca. Cuando conseguía uno llegar hasta la puerta del bus, una amable señorita le apuntaba a la frente con una especie de pistola futurista, en un gesto harto inquietante, que en lugar de abatirte al instante te tomaba la temperatura. 36,2 grados servidora.

A continuación, nos hacinábamos todos en el interior del bus, sintiéndonos un poco imbéciles por la hora de cola manteniendo, rigurosa y responsablemente, la distancia social. Distancia social que, desde ese momento, nos íbamos a pasar por el torii de Miyajima, codo con codo.

La amable señorita armada nos repartió entonces unos cuestionarios a rellenar. Nadie llevaba boli y fueron rulando por allí dos o tres, a saber de quién, que todos tocamos y pasamos al siguiente, a que lo siguiera tocando.

Me responsabilicé, por escrito y rúbrica mediante, de no mentir si afirmaba que no había tenido en los últimos días fiebre, ni tos, ni problemas respiratorios, ni ningún síntoma susceptible de ser atribuido a un coronavirus como la copa de un pino.

En “observaciones” estuve a punto de poner que yo no aspiraba a provocar un contagio masivo pero sí a atentar contra el presidente de Estados Unidos. Desistí por lo poco creíble de desplazarse desde Barcelona a Mallorca para llevar a cabo tamaña empresa. La Casa Blanca no pilla de camino y yo estoy muy por la verosimilitud en las narraciones.

La reata de viajeros subimos al barco a brazo tocante al llegar al muelle. Una señora me lanzó a su bebé para poder subir ella la maleta y el carrito y una bolsa y otros dos bultos. Yo lo cogí -al niño, no al bulto- con resquemor, no por contagioso sino por desconocido, y lo mantuve en alto sujetándolo por las axilas.

El niño no llevaba mascarilla y nadie le había tomado la temperatura. Aquello podría ser una bomba de relojería y yo, la salvadora de todo el pasaje si lo lanzaba lo más lejos posible. La madre lo reclamó antes de obligarme a tomar una decisión incómoda.

Una vez todos en el barco, nos quitamos las mascarillas y así estuvimos siete horas: como si fuera aquello un barco normal de antaño, inocuo, en lugar de uno tóxico, potencial foco de rebrote, de hogaño.

Por lo demás, todo bien. A ver si, a mi vuelta, en lugar de a Colón me encuentro allí arriba un Burguer King con vistas.