Por cuestiones que no vienen al caso, llevo dos semanas en la isla de la que provengo, Ibiza. La situación coronavírica aquí no ha sido, ni mucho menos, tan terrorífica como la de Madrid. Las razones están claras: el único bichillo que llegó fue el que trajeron los estudiantes al volver a casa, cuando vieron que la cosa se complicaba. Pocos contagiados, pocas muertes, menos mal. Por lo demás, calma chicha.

Me preguntan cómo lo hemos vivido en la capital, cómo fue la enfermedad en mí. Lo contemplan como una película ajena, de otro planeta. Esto no va con nosotros, de momento.

Pero la semana pasada flotaba en el aire una neblina de temor provocada por la prueba piloto gracias a (o por culpa de) la cual mil alemanes llegarían a las Pitiusas antes de que se abrieran las fronteras oficialmente, el pasado lunes. La distancia y el mar que nos han protegido ya no sirven.

Hoy leemos sobre el rebrote en Alemania e imagino a todos los ancianos con los que compartía paseo matinal playero durante estos días metiditos en casa, acojonados perdidos. Con razón. El temor es fundado del todo. Y no solo por los alemanes rebrotados, sino porque las medidas de prevención en los aeropuertos son un mero trámite.  Mis hijos y yo rellenamos un documento en el que prometíamos no habernos sentido mal en la última semana. Todo verdad, pero hay gente que miente.

Lo de tomarnos la temperatura, otra chorrada. Aquí la menda ha tenido un coronavirus en toda regla y olí cinco decimillas de lejos. Mis hijos, asintomáticos perdidos y propietarios de unos anticuerpos divinos, señal de que el bicho llegó, se quedó y se piró sin decir ni mu.

Quién me asegura que un alemán, o un valenciano, o un congoleño ansioso de pisar estas playas cristalinas no se va a hinchar a paracetamol con tal de mantenerse por debajo de los treinta y siete grados. Quién me protege de todos los asintomáticos que, inocentemente, ocuparán terrazas y playas dejando sus gotitas de saliva por doquier.

La situación económica es preocupante y, sinceramente, no tengo ni idea de cuál es el camino para superar esta marcianada correctamente, porque lo mejor es enemigo de lo bueno y porque, ante lo que nadie comprende ni controla, la gestión se convierte en una carrera sobre arenas movedizas.

Pero una cosa está clara: la pasta vuelve, las vidas no. En esta islita en la que la atención médica se complica durante todos los veranos por falta de profesionales y medios, un brote asalvajado del bicho supondría un desastre, un pez gigantesco que se zamparía la cola del turismo, de la economía y de las vidas de unos cuantos. El pánico sustituiría a esta normalidad relativa.

En condiciones normales podemos probar, experimentar, practicar lo de “lo hacemos y ya vemos”. Ahora no, Señores Gobernantes, ahora no. Pendemos del hilo coronavírico, quedémonos quietos mientras investigan sobre esta enfermedad, tan misteriosa como cruel.

Deberíamos haber aprendido que lo imposible ocurre; que cuando las barbas del vecino veas aislar, tú deberías hacer lo mismo porque de lo contrario te encuentras con Ifema lleno de enfermos y con un palacio de hielo lleno de muertos; que, mientras paseamos amontonados y felices, las fuerzas oscuras aprovechan para colarse en nuestros entresijos e intentar asesinarnos, por bestia que pueda parecer la idea, a los hechos me remito; que lo único que ha funcionado hasta ahora ha sido la cautela.

Y no es cauto convertirnos en conejillos de Indias, o de Alemanias. Vamos a juntar a isleños con germánicos y recemos para que no pase nada. Yo prefiero cruzar los dedos, veremos si funciona.