El nuevo brote del covid-19 en Alemania, que ha infectado a centenares de personas en una empresa cárnica, junto con el de hace pocos días en Beijing, deja claro que la contienda a la que se enfrenta la humanidad va a llevar tiempo. A lo mejor, demasiado. Y no hay muchas cosas que podamos hacer para evitarlo, salvo prepararnos.

El profeta del Covid, Michael Osterholm, considera que aún estamos en la fase inicial de la pandemia, y que aún quedan “muchos meses de lucha”. Peor que eso, el epidemiólogo norteamericano, uno de los mayores expertos mundiales en enfermedades infecciosas, sostiene que aún están por llegar nuevos virus que sucederán a este.

Queramos o no, nuestra vida ya no es lo que era. Aunque ahora, tan cerca del periodo estival, a veces parece que preferimos ignorar que todo se ha transformado, quién sabe si para siempre.

El virólogo de la Universidad Autónoma de Madrid López Guerrero estima que el coronavirus, gracias a su capacidad para dispersarse, “ya no va a desaparecer”. Así que vamos a tener que aprender a convivir con él y, tal vez, con los nuevos que, según Osterholm, llegarán pronto. Va a ser difícil entendernos con estas amenazas invisibles y contundentes de forma permanente, pero será necesario hacerlo.

Para ello hace falta generosidad y responsabilidad por parte de los ciudadanos y, también, consenso en nuestras formaciones políticas. El virus no tiene ideología; la batalla con la que hay que confrontarlo, tampoco debería tenerla.

Los ciudadanos ya están actuando, en su gran mayoría, de acuerdo a las nuevas circunstancias. Es ya difícil ver por la calle a individuos sin mascarilla. Es ya mucho más inhabitual ver abrazos y besos entre personas que no viven juntas. La mayoría mantiene la distancia social. Dos terceras partes de los españoles asegura, según el último dato del CIS, que renuncia a viajar estas vacaciones estivales, y no solo por razones económicas.

Son los políticos, ahora, los que tienen que acompañarnos en este tiempo de cambio de hábitos. Es preciso abandonar la confrontación y establecer criterios consensuados para que España recupere pronto la situación económica previa a la crisis sanitaria.

Pero más importante que eso es afrontar la transformación que se antoja urgente en el mundo de la Sanidad. Los sanitarios son quienes nos curan; quienes se arriesgan; quienes verdaderamente se la juegan en la primera línea del frente. Y lo hacen por un salario que debería resultar insultante a cualquiera que lo conozca; y con unos medios que en ocasiones se han considerado no solo inapropiados e insuficientes, sino también humillantes.

No podemos pedirles que lo vuelvan a hacer. No quieren aplausos, sino transformar la situación en la que se encuentran. “No necesitamos el Premio Príncipe de Asturias”, me dijo una oncóloga que decidió invertir su tiempo libre durante los peores días de la pandemia en las Urgencias de su hospital, “sino unas condiciones dignas”.

Eso quieren. Pero no va a ser fácil que lo consigan, porque resulta alarmante que la sociedad, y aún más el mundo político, ya casi se haya olvidado de ellos, a quienes hace solo unas semanas consideraban héroes.

El próximo 16 de julio España rendirá homenaje a las 27.000 victimas que, según el Gobierno, han fallecido por culpa del coronavirus. Continúa siendo del todo increíble y desafortunado que esa cifra, tan discutida, no sea una que esté fuera de toda duda y que recoja, verdaderamente, a todos los que han muerto en estos meses de pandemia.

En todo caso, resulta necesario que los sanitarios reciban no un homenaje, sino una completa redefinición de su labor y su lugar en la sociedad, y de las condiciones bajo las cuales deben continuar su heroica, porque sí que lo es, entrega diaria.