Más de una vez, cuando me he quejado amargamente, en público o en privado, de que veinteañeros sin apenas estudios y hasta iletrados disfruten de retribuciones millonarias sólo por haber logrado desarrollar cierta habilidad con las extremidades inferiores, mientras profesionales de altísimo nivel con quince años de formación apenas pasan de mileuristas, me han salido al paso diciéndome que es el mercado el que da esa cotización a los gladiadores, por los ingresos que generan, y mantiene a los doctores en la indigencia porque lo suyo no renta tanto. De paso suelen motejarme de demagogo, pero esa es otra historia.

Siempre he tenido mis objeciones frente a esa supuesta asepsia del mercado: como si hubiera alguno que no estuviera amañado con mayor o menor disimulo. Lo está el del deporte profesional, cuyos ingresos dependen de un volumen ingente de apoyos más o menos encubiertos; desde los flujos de caja sostenidos con el concurso de las televisiones públicas que pujan por los derechos de emisión, con el dinero de todos, hasta las recalificaciones, privilegios y facilidades de todo tipo que les dan a los clubes las autoridades municipales.

Por lo que toca al mercado que fija los salarios de los médicos o los científicos, los costes que nos pueden ahorrar justificarían invertir en ellos el triple, pero en nuestras sociedades, habría que preguntarse por qué, se prefiere correr el riesgo y cuando este se concreta, como acaba de ocurrir, palmar un 15 por ciento del PIB y pasarle la factura a quien siempre está ahí para afrontarla: el contribuyente.

Sin embargo, voy a renunciar a efectos de estas líneas a esa objeción. Aceptemos el razonamiento: un joven sin estudios tiene derecho a cobrar mil veces lo que un neurocirujano porque su nómina se la abona el mercado. Esa es la fuente de legitimidad de su opulencia y el argumento ante el que el neurocirujano, mal que le pese, y por mucho que le fastidie, debe agachar las orejas y conformarse con su microsueldo y su contrato precario.

Ha salido en estos días a la luz una noticia que ha pasado curiosamente inadvertida: los clubes de fútbol han recibido 200 millones de euros en préstamos ICO avalados por el Estado, que en caso de impago asumiría el 80 por ciento de la deuda. Esto es: una ayuda pública como la copa de un pino, no exenta de riesgos —recordemos que no hace mucho esa fue la vía por la que la Generalitat Valenciana llegó a ser propietaria y cargar con el lastre de dos clubes de Primera División en quiebra— y que no sólo apuntala la viabilidad de las entidades socorridas, sino también los altísimos niveles salariales de sus estrellas. Ahora ya no pueden decir que es el mercado el que se los cubre: nos los deben a quienes pagamos tributos al Estado bienhechor.

Cuando Trump llevó su paquete de ayudas al Capitolio le pusieron como condición que las corporaciones que recibieran financiación pública extraordinaria no se la gastaran luego en pagar bonus millonarios a sus asalariados de lujo. ¿Nadie ha pensado en poner esa condición, la moderación salarial de sus astros, para sostener a empresas que desarrollan un negocio privado a cargo de los recursos de un país arruinado y con miles de ciudadanos haciendo cola en los comedores sociales?

¿Por qué se ha omitido esa diligencia, por qué no se critica esta ayuda como se ha hecho con otras, por qué casi ni se da ni se comenta la noticia? En fin, me preparo para ser tildado de demagogo una vez más, pero que nadie vuelva a decirme por un tiempo que los sueldos de las estrellas los estipula el mercado. Es el ingreso máximo vital que les garantizamos entre todos.