“Parece que Rosalía te debiera dinero”, me dijo el otro día, con mucha gracia, un espontáneo de Twitter. Y es verdad: tengo muchas objeciones ante ese producto cultural -todas las razones darían para un ensayo, de hecho, han dado ya para varios artículos-, pero en su última canción me parece que ha esbozado un concepto interesante: el del clan como núcleo de supervivencia en esta jungla hostil.

TKN, en colaboración con Travis Scott, tiene dos puntos fuertes -la letra cantada en hebreo aún no he conseguido entenderla entera-: uno, el impactante videoclip, de Canadá, que refuerza con imágenes poderosas y simbólicas un tema inconsistente, y dos, la idea de la manada resumida en breves trazos. “Cosas de familia no las tienen que escuchar (…) Los secretos sólo con quien se pueda confiar, más te vale no romper la omertá. No jodemos con personas desconocías’, ni un amigo nuevo, ni una herida”.

El concepto “tribu”, que parece obsoleto o primitivo, cobra más importancia que nunca en el mundo individualista y líquido en el que vivimos: entiéndanme, no me refiero a la obediencia de un pequeño grupo a un jefe ni a la pertenencia a una misma sangre que sella todos los pactos, sino a su versión moderna, es decir, a la de rodearnos de una camarilla dura de personas -de familia, o de amigos, que son los hermanos elegidos- que compartan los mismos valores que nosotros y en los que encontrar un asidero ahora que todo fluctúa.

Todos necesitamos unas pocas certezas para seguir adelante: una fundamental se encuentra en el grupo, en el pequeño punto de apoyo. No en el sentido gregario, no en el sentido sumiso, no en el sentido de caer en la trampa de la imitación para conseguir aceptación: es algo mucho más sofisticado que todo eso. Se trata, más bien, de tejer con lealtades un centro de operaciones con unos pocos integrantes por los que sí podríamos poner la mano en el fuego. De nuevo: no es un acto de fe, más bien una verdad basada en la experiencia.

Este es un mundo enorme y raro, más bien sórdido, ingrato, caprichoso, lleno de dolor y de arbitrariedades. Nos han dicho que lo tenemos todo, que esto es el Estado de Bienestar, que qué nos falta para ser felices si tenemos techo y comida, ¿es cierto? Entonces, ¿por qué esta amargura? Porque la civilización no nos basta, porque no nos resguarda del todo: nos ha dado infraestructuras, controles de calidad en los alimentos y seguridades de todo tipo. Nos ha hecho sentir parte de un proyecto, pero no nos sacia emocionalmente porque es abstracta y el ser humano sólo puede amar lo concreto.

La civilización nos ayuda a vivir más largo y a morir más digno, pero, ¿por qué seguimos experimentando tanta desazón? ¿Por qué tanto vértigo? Porque no tenemos un plan, porque nos falta un sentido, porque navegamos en el río loco del hedonismo y ya empezamos a chocarnos con las piedras punzantes de sus orillas. Huimos hacia adelante en esta época de espíritu capitalista -con todo lo que eso significa: acumulación, obsolescencia, insatisfacción- y nos sentimos extraños: ¿qué hacer con toda esta libertad individual? ¿Dónde depositarla?

Al capitalismo emocional le falta un propósito. Es un tanto nihilista. Y aquí cobra relieve la idea de la tribu: por encima de la religión, por encima del amor romántico como asidero de la existencia. Un grupo de amigos que compartan nuestras líneas rojas, entre los que brindarse agudos códigos de respeto. Merece la pena regular ahí nuestra libertad individual: en el pacto con los nuestros. Merece la pena tener códigos y tener símbolos. Eso nos diferencia de las bestias. Y, en concreto, de las ratas, que hoy abundan. 

En la sociedad moderna, el individuo se ha puesto sus genitales por montera y siente que se lo merece todo sin dar un duro por nadie, pensando sólo en su beneficio: quiere recibir lealtad de gratis, qué tierno. Pensar en uno es lo fácil, lo que da más rédito. Pero sólo con la construcción de un clan sólido podemos hacernos fuertes. Podemos proteger a los nuestros y ser protegidos. Nada de lo que pase será tan malo. Sólo con la pertenencia a una manada buena podemos amortiguar una vida de traiciones, zancadillas, envidias, trampas y letras pequeñas. Pura política. Puro lazo. Pura amistad. Puro pacto.

Yo sí creo que alguien vale lo que vale su palabra. Y que uno puede saber mucho de otro ser humano por la calidad de sus amigos, por lo complejo, y profundo y atávico de sus lazos, por su nobleza con los suyos. Por la dedicación, el tiempo, el amor, la escucha y las renuncias que ha entregado para construir su tribu: esos que se quieren como si fueran de la misma sangre, o más. 

Esos que dejan lo que tienen en la mano y aparecen en tu casa a los cinco minutos de que les levantes el teléfono. Esos que nunca te venden. Esos que siempre hablan de ti como si estuvieses delante. Esos que embisten como un miura al que se le ocurra hacerte daño. Esos que te miran al fondo del ojo y entonces, lo entienden. Todo lo entienden. Esos. Sé quienes sois. Siempre os protejo.