El argumento más celebrado contra las movilizaciones del barrio de Salamanca dice que sus protagonistas se manifiestan armados de la cubertería de plata y palos de golf. Lo cual viene a significar que esos ciudadanos o no tienen derecho a ejercer la protesta o tienen menos derecho que otros.

Quienes así se expresan lo hacen ufanos, convencidos de que de esa manera refuerzan su condición de demócratas. En sus mentes funciona un arraigado esquema que divide a la sociedad en pueblo -entendido éste de forma restringida como sinónimo de "los trabajadores"- y ricos.

Me he debido perder el artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos y también de nuestra más modesta Constitución que, después de predicar que todas las personas son libres e iguales, sin distinción de raza, sexo, idioma, religión y opinión política, aclara que eso no rige a partir de determinado patrimonio.

No vivo en el barrio de Salamanca pero no voy a negar que si me dieran a elegir lo preferiría al barrio de Torrefiel donde nací y aún viven mis padres. Y mis paisanos de Valencia saben de lo que hablo.

No vivo en el barrio de Salamanca pero conozco a alguno que sí. La mayoría de sus vecinos trabajan en profesiones liberales, o sea, sin horario; antes se decía "más horas que un reloj". Se han instalado allí después de años de esfuerzo. Y pagan sus impuestos. Muchos. No llevan sombrero de copa ni encienden los habanos con billetes de cien y tampoco participan en conciliábulos conspirativos para derrocar al Gobierno. Igual no he buscado lo suficiente.

Puede que esté equivocado, pero tengo el convencimiento de que sería mejor una España de barrios de Salamanca que de barrios Torrefiel, y aunque nada de oprobioso hay en vivir en Torrefiel, ¡a mucha honra!, no es malo que su gente aspire a vivir algún día en un barrio de Salamanca.

No era mi propósito hablar de barrios y sí de aristocracia al hilo del acalorado debate que mantuvieron este miércoles en el Congreso de los Diputados Pablo Iglesias y Cayetana Álvarez de Toledo, identificada por el vicepresidente como "señora marquesa" a modo de escarnio. El desenlace, desagradabilísimo, ya lo conocen.   

La portavoz del PP heredó un título nobiliario como podía haber heredado una enfermedad congénita: ningún mérito o demérito puede atribuírsele porque ella no lo eligió. A tenor de su trayectoria, dedicó horas al estudio y al trabajo. Eso le ha permitido llegar a donde está.

Algo similar puede decirse de Iglesias. Creció en el Torrefiel madrileño de Vallecas, se doctoró en la Universidad y hoy es vicepresidente del Gobierno. Es la demostración de que en España -siquiera en algunas ocasiones- se puede avanzar con esfuerzo en la escala social. Ciertamente él no heredó título de marqués, pero no podrá negar que al menos ha llegado a vivir como tal.