Decimoprimera semana de estado de alarma. Segundo día de luto oficial. Quién lo diría.

“Y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían dormido resucitaron”, Mateo 27,52.

La cifra de muertos por coronavirus sufre la misma alquimia que los datos del CIS de Tezanos. Unos días suben y al siguiente, a la manera de Lázaro, bajan. Casi 28.000 se reconocen –tal que la semana pasada–. Los registros civiles afloran de golpe, 12.000 más. 43.000 fallecidos ya.

No se trata de opiniones, ni de intención de voto. No cabe muestra ponderada ni sesgada porque la muestra es España entera y tiene nombres y apellidos. Pero cuando la psicopatía se ha hecho carne en las ruedas de prensa diarias y en el Congreso de los Diputados, cuesta entender que se está hablando de personas, de vidas humanas, de biografías, de familias rotas y no de apoyos al Gobierno.

Pero sí importa un muerto más o menos, porque dejan de honrar a esa persona que no nombran, a ese que eliminan del recuento, a ese que va y viene, y al parecer les da igual. Quizás por eso este luto oficial decretado a regañadientes suena tan impostado y nos importa tan poco. Porque el luto lo fue desde el primer muerto y para la mayoría, desde entonces y aunque no los conociese en vida, esos muertos fueron mucho más que cifras.

Nos ha pasado lo mismo cuando hemos sabido que en estos últimos meses ha bajado, por primera vez, el gasto en pensiones y aunque sabemos que la gente puede morirse por muchas causas, por alguna razón no hemos visto en la noticia el dato frío, sino la soledad de tantos ancianos muertos de manera injusta. Y pocas veces un ahorro ha sabido tan amargo.

El Gobierno ha sentido el enfado de la gente y hasta Sánchez/Iglesias han percibido que los que llenaban las calles eran demasiados para jugar todos al golf y tomar el té con cucharilla de plata y meñique alzado. Que quizás entre ellos estaría alguno de los 900.000 sujetos a ERTE que no han cobrado desde marzo y hasta puede que alguno de los 300.000 autónomos que ya no abrirán de nuevo su negocio.

Nada que no se arregle –han creído– con una falsa rectificación a tiempo y ese espejismo de felicidad de la Liga de fútbol y un paseo por las playas sin horario o la esperanza de la vuelta del turismo sin cuarentena. O quizás con la promesa de unas ayudas que no llegan y cuya cifra crece en cada comparecencia porque se sabe que no se van a dar. Tan fáciles de contentar, tan simples. Piensan.

Y así, el ministro del Interior consuma su enésima villanía y destituye a un coronel de la Guardia Civil –a Pérez de los Cobos, nada menos– por negarse a prevaricar. Le sigue la dimisión del general Ceña –número dos de la Guardia Civil– por considerar injusta la destitución y la respuesta balbuceante de Marlaska para frenar el descontento que intuye en la Benemérita, es una subida salarial, que en justicia ya les pertenecía. Y será que no convence porque le dimite el número tres del Instituto Armado. No ha entendido nada.

Al final, lo que separa a unos españoles de otros, lo que nos polariza, no es estar a la derecha o a la izquierda, sino unos valores –la dignidad, el honor, la coherencia, el respeto a la Ley– que a muchos, que a los que nos gobiernan, les son total y absolutamente ajenos.