Se cumple, este mes de mayo de 2020, el veinte aniversario del estreno de una de las películas, seguramente, más influyentes de lo que llevamos de milenio. Permítaseme una anécdota personal, biográfica, al respecto.

En el verano del año 2001 se celebraban en Gijón, como todos los veranos desde hacía un tiempo, unos Encuentros de Filosofía que organizaba, en colaboración con el ayuntamiento de la ciudad asturiana, la Fundación Gustavo Bueno. Los encuentros duraban, si no recuerdo mal, una semana, y tenían lugar en la colegiata de San Juan Bautista, anexa al imponente Palacio de Revillagigedo.

Por allí pasaron durante bastantes años personalidades del panorama intelectual y periodístico español, a las que los asistentes teníamos ocasión de conocer, y que departían cada año sobre la temática en torno a la que se centrasen los Encuentros (allí estuvieron desde el lamentablemente recién fallecido José María Calleja hasta Carlos París o el historiador Joseph Pérez, pasando por Gregorio Morán, Fernando Sánchez Dragó, Gustavo Perednik, Javier Nart, Santi Acosta, etc.).

Pues bien, en aquella ocasión, ese año de 2001, Gustavo Bueno se empeñó en que, desde la organización, se llevase a cabo una visita a las ruinas de las termas romanas (de Campo Valdés), que pertenecen al conjunto arqueológico de Cimadevilla, situado justo detrás del Palacio de Revillagigedo, y consiguió que el ayuntamiento nos permitiera entrar a los asistentes de los Encuentros para que él mismo, el propio Bueno, pudiera hacer de cicerone dentro de las ruinas.

Allí Bueno nos enseñó el funcionamiento de unos baños romanos, con su caldarium, frigidarium y tepidarium, y el sistema ingenieril mediante el que funcionaban. En un momento dado de su exposición, se giró hacia Atilana Guerrero y hacia mí, y nos preguntó si habíamos visto la película, que ya llevaba tiempo en cartelera, Gladiator, de Ridley Scott. Ambos negamos y Bueno, por supuesto sin hacer spoiler, nos dijo que la viéramos, pero con una insistencia en su recomendación que llamaba la atención. “Está muy bien”, dijo con rotundidad y sin ningún “pero”, y continuó, “es curioso cómo se ven los EEUU reflejados en el Imperio (romano)”.

Apenas un año antes Bueno había publicado su obra España frente a Europa (Alba editorial, 1999), en la que se hace todo un despliegue de la idea de Imperio, clave para Bueno de la historia universal, con una profundidad y rigor que, sea como fuera, era inaudita, por lo menos para alguien como yo, más o menos inmerso en los tópicos “progresistas” de la “imperiofobia” (por decirlo con Roca Barea).

Al volver de Gijón, por supuesto, y además también en una ciudad española muy romana, Córdoba, enseguida cumplimos con la recomendación, casi obligación, de ver la película que, claro está, ya veíamos, de algún modo, a través del prisma de España frente a Europa.

Aquello fue una experiencia, creo -no sé-, lo más cercana a esa catarsis (purgación) de la que habla Aristóteles en la Poética al definir la tragedia. Era realmente fascinante ver cómo el orden y conexión de las ideas se seguían con la misma necesidad que el orden y conexión de los acontecimientos allí mostrados. Es decir, había -se producía delante de nuestros ojos- una correspondencia objetiva entre la idea de Imperio de España frente a Europa y la idea de Imperio de Gladiator.

Creo, por lo menos así lo he pensado a partir de ese momento, que uno comprendía -y comprende- mucho mejor el significado y alcance del imperio romano viendo esa película -con sus densos diálogos y sus arquetípicos y matizadísimos personajes- que en muchos libros de historia; y no sólo eso, sino que también la geopolítica actual, presidida por la caída de la URSS y en plena hegemonía norteamericana (como apuntaba Bueno en su recomendación), tenía ahí su justificación. Cartago había caído una década antes del estreno de la película, Washington era la nueva Roma, a la que Hans Zimmer le ponía una impresionante banda sonora.

“La tragedia es imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje decoroso, actuando los personajes (no mediante relato), y que a través del temor y la compasión se lleva a cabo la purgación (catarsis) de tales afecciones”, dice Aristóteles.

Esto ofrece Gladiator, obra representativa, si se me permite, del “arte total”, con la gran política como tema principal: el hombre honesto, virtuoso, que sólo él puede dar continuidad al imperio como obra de civilización, frente a su reverso despótico, corrupto.

“- ¿Y qué es Roma, Máximo?... -He visto buena parte del mundo, es cruel, brutal y oscuro; Roma es la luz”.

Fue al final del verano de 2001 cuando asistimos a semejante espectáculo. Unos días después, en la mañana del 11 de septiembre de 2001, el corazón del nuevo imperio romano era atacado.