Un grupo de energúmenos invade la carretera. Llevan mocasines y una bandera de España al cuello. Se pasan por el forro de la Barbour las distancias de seguridad y se mofan del trabajo policial. Decenas de tuiteros que se bautizan de "izquierdas" celebran la inconsciencia y ajustician: "¡Mirad! ¡Los que hablaban del 8-M!".

La nómina, el voto, la bicicleta, el piso, el chalé, el coche, la gomina, el pañuelo palestino, la marca del sujetador y el tamaño del preservativo son complementos circunstanciales. Ninguno de ellos alivia las consecuencias de la insensatez, pero todos la retroalimentan.

En mis paseos informativos por las caceroladas y en las conversaciones con distintos lectores, me he topado con un placer oscuro, estrechamente ligado a lo eventual, a todo aquello que dejaremos fuera del féretro en el momento de partir. Se trata de un odio estético, material e ideológico; y ese es el odio que ha envenenado los peores siglos de nuestra Historia.

Cebar la estupidez de un puñado de "Cayetanos" y ridiculizar la imprevisión de unas cuantas "feminazis" no es un ataque a la insensatez, sino a los "Cayetanos" y las "feminazis". En un experimento de peligrosidad social, se emplea el sentido común como justificación para lancear al enemigo. Y, así, los adversarios se desangran mientras la irresponsabilidad sobrevive. ¡El sentido común como coartada! ¿Existe algo peor? Quizá la mera fabricación de los dos términos que titulan este texto.

La condena del centro -traducción política de la prudencia- es biológica. El profesor Rubia Vila lo llama "pensamiento dualista", Kant se refirió a las "categorías" y Piaget a los "esquemas". La ausencia de matices es un alivio para nuestro sistema nervioso.

La gran paradoja de las manifestaciones arrojadizas es que nunca había sido tan fácil demostrar la valía de la postura intermedia: el virus es igual de saltamontes tras una pancarta "feminazi" que acostado en la cacerola de plata del "Cayetano".

Que la muerte nos equilibra es mucho más verdad cuando los velatorios están vacíos. Colocado el muerto en el "centro", desierto el salón, encajaría tanto una familia rica como una pobre.

Me desasosiega -ojalá siga ocurriéndome cuando sea viejo- que haya miles de personas capaces de franquear las distancias de seguridad al grito de "¡libertad!", como si el mero hecho de su filiación política fuera condición necesaria y suficiente para vencer al virus -y a un partido-.

"¡Es que de alguna manera hay que denunciar lo que están haciendo!", responden los más sensatos de los insensatos. Una frase con la que exhiben un rasgo sumamente intranquilizador: dudan de su conducta, pero el dogma acaba anulando su sentido común.

Otros dirán: "Bah, no le des importancia. Esos de los que hablas forman parte de las minorías ruidosas. La gente cumple y respeta". Ojalá sea cierto, pero no existe una traslación política: el fuego es tan intenso en la calle como en el Congreso. Ese gap entre la mayoría silenciosa -algún dios quiera que exista- y el poder nos condena a un parlamentarismo anticonsenso como aperitivo de la gran crisis económica.

Si han llegado hasta aquí, llámenme "equidistante", "políticamente correcto" o incluso "cobarde". De no ser así, la teoría que ha levantado esta columna será la misma que la desmorone.