Son innumerables los mensajes que me llegaron en los primeros días de confinamiento acerca de señores que, tras muchísimo tiempo sin dar señales de vida, le mandaban un mensaje a aquella con la que estuvieron liados. Hablaban solamente de señores, dado que la que escribe lo hace también en un blog de humor con un público casi totalmente femenino y, al parecer, heterosexual en su mayoría.

En mis artículos he nombrado en incontables ocasiones al Mareador, esa persona que aparece, desaparece, vuelve a aparecer, te manda mensajes, quedáis, te pone una excusa, desaparece y así por los siglos de los siglos. Amén. Hay Mareadores y Mareadoras, claro.

Al parecer, el encierro llevó a algunos, o a muchos, a un aburrimiento tan insoportable que se vieron abocados al mensajeo masivo. Unos cuantos, incluso, proponían encuentros furtivos, ignorantes de que su jeta descontrolada no les hace inmunes al virus.

El aburrimiento, ojito, no venía provocado siempre por la soledad porque, ojito de nuevo, muchos de ellos están casados o viven con su pareja. El aburrimiento, que ya lo sabía yo, es más bien un hastío vital que en circunstancias normales se va parcheando a base de inercia y de evasión mental y física.

Pero llega la pandemia y te desmonta el chiringuito: me toca encerrarme con este o con esta que no me puede dar más pereza, en el mejor de los casos, y que no soporto, en el peor. Pues ya que no me puedo pirar compulsivamente al bar o al gimnasio, me meto en esta pantalla y voy a tocarle las narices a todo bicho viviente. Lo que le pase por dentro al bicho en cuestión, a mí que más me da, si ya somos todos mayorcitos.

Y de aquellos barros, estos lodos. Si en la primera mitad de la cuarentena, el temazo eran los mareadores, en la segunda lo es la marabunta de separaciones que, encima, no se hace efectiva por lo complicado de las circunstancias o, de nuevo, por la jeta de algunos.

Mira, Antonio (o Antonia), que te he pillado con los mensajitos y con lo que no son los mensajitos, y además que no te soporto. Casi mejor que haces la maleta y te largas. Pues es que ahora con el Covid dichoso suelto por las calles me va fatal. Pues habértelo pensado antes.

Y si no son los mensajitos son las peleas continuas, o el darte cuenta de que convives con un extraño, alguien que se parece poco o nada a la persona con la que un día te lanzaste a compartir un hogar que se te antoja una cárcel, y no ahora, sino hace años. Lo sabes desde hace tiempo, pero durante los últimos dos meses la realidad te abofetea cada mañana, cada mediodía, cada noche.

El nudo va creciendo en el pecho, junto con tu miedo a decidir. Te intentas convencer de que también esto pasará, de que es una mala racha, por mucho que la racha dure ya años. Tu lado egoísta y tonto planea cómo ir capeando el temporal cuando puedas salir de casa: volver al gimnasio durante tres horas, quedar con las treinta que has mareado durante estas semanas, aguantar el aire cuando toque cumplir con tu pareja y su familia, anestesiarte a base de copazos y esperar a que un día un ser celestial solucione tus marrones por ti.

A veces fantaseas con que sea ella (o él) quien decida, quien te mande a la mierda, pero entonces llega otra vez el miedo y el egoísmo. Si total, no estoy tan mal.

En el mejor de los casos, durante estos días extraños, has aprendido y has decidido. Y te has largado o has hecho que se largara. Qué descanso, lo tenía que haber hecho antes.

La pandemia de dimensiones galácticas ha sido la guinda del pastel, el vaso que se desborda, el catalizador para que al fin reaccionaras. La infelicidad perpetua no era razón suficiente para iluminarte, así de raros somos los humanos.